A Benja, Juanvi y Javi.
Al terminar el que posiblemente -a mi entender- sea el mejor libro de Millás hasta la fecha, ‘La vida a ratos’, me viene a la memoria aquel bonito cuaderno que recibí como regalo por mi treinta cumpleaños. Para escribir, me dijeron. Como si esa redonda cifra trajera consigo, de manera inexorable, tamaña responsabilidad.
Hace ya unos cuantos meses que cumplí las tres decenas y aún no he tenido el valor de estrenar el cuaderno. Por esa absurda idea autoimpuesta de manchar sus páginas, aún vírgenes, con un texto que no estuviera a la altura de su belleza, lo cierto es que desde ese día en que lo recibí, sigue sin abrirse.
Es un cuaderno tamaño cuartilla, con las tapas de cuero y una correa, también de cuero, que lo cierra en un perfecto nudo que se me antoja imposible de reproducir en caso de abrirlo. Aún así, decido correr el riesgo. Lo saco de la caja de madera en que venía, junto con un bolígrafo, y lo examino detenidamente. Deshago el nudo con cuidado y aspiro profundamente el olor a cuero.
Las páginas, de un color amarillento que imita el papel reciclado, son de un gramaje considerable. ¿Doscientos gramos? ¿Doscientos cincuenta? Finjo calcularlo a ojo, pero no tengo ni idea. Hay un marcapáginas. De cuero.
La encuadernación, de cuero, divide el cuaderno en librillos de treinta páginas cada uno. Ciento cincuenta páginas. ¿Se escribirán algún día?
Intuyo, todavía con el cuaderno en la mano, que por su morfología resultará especialmente complicado escribir en las páginas pares, en las que el extremo derecho de las líneas se presume demasiado cerca del pliegue central, dibujando una corvatura difícil de expugnar. Me prometo guardar siempre una sangría prudencial, por miedo a que alguna palabra aguda se precipite al vacío. ¿Dónde iría, en todo caso? ¿Dónde van todas aquellas palabras que no caben en una línea y que acaban siendo engullidas por un cuaderno como este?
Pronto caigo en la cuenta de que, al igual que podría ocurrir en las páginas pares con las palabras agudas, cuya tilde las empujaría hacia un oscuro final, es muy probable que sucediera lo mismo con las esdrújulas en las páginas impares. El inicio de línea sería absorbido por una extraña fuerza que sale del centro del cuaderno, ayudada por la tensión de las cintas que lo encuadernan. Y que son de cuero. ¿Podrían correr idéntica suerte los márgenes exteriores? ¿Y los bordes superior e inferior?
Una profunda angustia se apodera de mí. De pronto el cuaderno se muestra como un desierto de hielo en el que, con solo poner un pie, estaría perdido. Mi bolígrafo, con tinta de aceite, lanzaría palabras muertas, que resbalarían por el hielo sin tener dónde agarrarse, hasta perderse en uno u otro extremo. No puedo correr ese riesgo.
Cierro el cuaderno de golpe y pronuncio para mí un “joder” sordo. Tan sordo que no suena. Temo que también el habla se haya precipitado.
Devuelvo el cuaderno en blanco a la caja. Tomo un folio sucio y escribo: IDEA 1.