A Rosita. Y a Pepe, por su paciencia.
Alzheimer. Qué palabra tan bella y qué enfermedad tan puta.
Pocas palabras tienen esa sonoridad, con una hache intercalada precedida de una zeta que quizá en otra vida fue ce. Pocas enfermedades se sufren así, con un dolor también intercalado, profundo y mudo como la hache, tan oscuro que más que propio parece ajeno.
Leí recientemente a Bárbara Blasco en su novela ‘Dicen los síntomas’ comparar el coma con el hecho de ser enterrado vivo. Unas vacaciones de uno mismo, decía, con la salvedad de que por más que quieras no puedes huir de tu propio cuerpo. Y creo que el Alzheimer, en cierta medida, tiene también algo de eso. Un yo prisionero dentro de ese mismo yo.
Dice Bárbara que sería terrible pensar que las leyes que rigen ahí dentro son en realidad las mismas que rigen aquí fuera. Que el comatoso fuera capaz de captar los estímulos, comprender lo que sucede fuera de él y razonar como si estuviera completamente sano, pero sin poder comunicarse de ninguna forma, sería completamente angustioso. Y me pregunto si no pasa lo mismo con una persona que sufre Alzheimer.
Fisiológicamente, el cuerpo de Rosita envejece, pero sus funciones vitales parecen haber rejuvenecido a marchas forzadas hasta el punto de tener la misma autonomía que un bebé. Es completamente dependiente para todas y cada una de las arduas tareas que nuestro organismo nos exige cada día con el empeño de seguir viviendo. Para todas excepto para respirar, parece que eso es lo único que todavía puede hacer por sí misma. Pero si el Alzheimer se pudiera acoger también a esa hipótesis que plantea Bárbara, si el cerebro de Rosita fuera capaz de procesar todo cuanto ocurre a su alrededor, aunque no pudiera pedir socorro… Me cuesta imaginar qué pasaría por su cabeza cada vez que se ve auxiliada, irremediablemente, en cada momento del día. A la hora de levantarse, para vestirse, para ir al baño, para comer, de nuevo para acostarse… Ella, que había sido capaz de ocultar que se había roto un dedo del pie contra el canto del sofá con tal de no dar faena. No sé qué pensaría al ver que todo el mundo la trata como a una niña. Le cantan canciones infantiles para comer, le hacen carantoñas al despertar, le ponen dibujos animados en la tele… Si quien hay ahí dentro es realmente una persona de casi noventa años, o bien todo esto le estará pareciendo surrealista o bien, simplemente, se ha resignado a dejarse llevar.
Hoy la encuentro quizá algo más espabilada que las últimas veces que la he visitado. Y aún así siento una profunda tristeza al verla. Siento una negra pena, una pena que duele, al ver a mi padre afrontar una rutina que, por más años que lleve instalada en esta casa, no deja de pesar como un manto de silencio que nadie es capaz de romper. Odio verla así. Odio tener que quedarme con este recuerdo de Rosita cuando ya no esté, pero al mismo tiempo caigo una y otra vez en la inevitable contradicción de ir a visitarla de vez en cuando, aun sabiendo que el panorama que encontraré al llegar nunca mejorará al de la última vez.
La miro tratando de dejar a un lado todos estos sentimientos y ofreciendo una sonrisa que no quiere salir, pero que lo hace con la única esperanza de llegar hasta esa Rosita presa de sí misma. La miro y en su cara intuyo una sonrisa, una leve mueca cómplice que me hace guardar la esperanza de creer que ahí dentro, detrás de esos ojos vacíos, más allá de ese mar de bruma blanca, sigue estando ella. Prisionera pero viva. Rosita.
