Al meu amic i admirat Joan. Gràcies per les teues pintures
No quedaba en el lienzo negro de aquella noche etérea ni un solo centímetro virgen de estrellas. A medida que caían los minutos, tumbado sobre una vieja manta en la cresta de la duna, el pintor observaba cómo decenas de nuevos límpidos faros encendían sus luces. Miles, o quizá millones de años luz separaban los granos de arena del desierto de aquellos puntitos incandescentes de idéntico tamaño, pero con un brillo tal que creía poder tocarlos con tan solo alzar la mano y estirar los dedos.
No lo hizo. En su lugar cerró los ojos y se dejó vencer por un sueño que ahora, lejos del calor de la jaima, volvió a buscarlo. Poco antes de perder el sentido, recordó el extraño episodio de la noche anterior, cuando tres hombres se acercaron a su paso, apareciendo de repente entre una bruma negra y, repitiendo una palabra en árabe incomprensible para él, señalaron con el dedo ese montículo de arena, a las faldas de aquel peculiar arbusto donde, ahora ya sí, dormía como un bebé.
Le despertó un cosquilleo. Un suave roce que acarició su mano y se deslizó por su antebrazo hasta tocarle el alma. Unos dedos finos y suaves bailaban sobre su piel, produciéndole un placer que nunca antes había experimentado. Y de nuevo, un susurro en un idioma desconocido que se paseaba por el silencio de la noche hasta llegar a lo más profundo de su estómago. Digirió esa palabra que alguien repetía para él, sin entender su significado, tan solo dejándose guiar por la delicadeza de su tono, saboreando cada fonema con los ojos todavía cerrados y el resto de los sentidos bien abiertos.
Cuando, después de masticar ese sonido hermético para él, recuperó el sentido de la vista, perdió a su vez el del tacto y el del oído. Otra vez el silencio, y donde debieran estar los dedos que segundos antes le acariciaban, tan solo quedaba el vacío más hondo del desierto. Incluso las estrellas parecían haberlo dejado también de lado. Muchas se habían apagado ya, y el horizonte empezaba a anunciar la llegada del alba.
Durante los siguientes días, la curiosidad vino a buscarlo de madrugada. Como un autómata, se levantaba de la cama, se pegaba una ducha fría y, cargado con la manta, escalaba la duna hasta su punto más alto, donde pasaba el resto de la noche. Pero ni los dedos ni los susurros volvieron a acompañarle de nuevo.
El arbusto, las estrellas, el roce de la arena en su cabello húmedo. Y esa extraña presencia, aquellos tres hombres que parecían querer advertirle de algo. Esa dulce sensación de paz al sentir el tocar de una mano anónima. Todo aquello debía de tener algún sentido, pero por más que trataba de encontrarlo, no lograba acallar la sensación de confusión que le carcomía por dentro.
Hasta que un día creyó saberlo. Sí… puede que ya hubiera estado allí antes. En aquel lugar, en aquel desierto. Y como si de una revelación se tratase, le describió a Mohamed, su guía y -ya a estas alturas del viaje- también amigo, un paisaje colmado de palmeras que no debía de estar muy lejos del campamento donde se hospedaba.
En efecto. Las sospechas se confirmaron a la hora del desayuno, y aquel palmeral que él había imaginado, parecía existir realmente. Un perfecto oasis en medio del vasto desierto del Sáhara, que se extendía más allá de donde alcanzaba su propia imaginación. Conocía aquel lugar, igual que conocía la duna en la que había pasado, en secreto, las últimas noches.
Sentados a orillas de una charca y con los pies a remojo, bajo la sombra de las palmas, Mohamed y él compartían un silencio esclarecedor. Se dejó caer sobre la arena, cerró los ojos y extendió sus brazos formando una cruz. Volvió entonces el susurro. Volvieron las caricias. Volvió a él un placer puro, tan verdadero como el agua que bañaba sus tobillos. Igual que aquella noche, decidió despertar. A lo lejos, tres siluetas rompían el resplandor del atardecer en el horizonte.
Al llegar a casa, con la maleta todavía por deshacer, cogió el más grande de los lienzos que tenía en su estudio, vació sobre él un tubo de pintura negra, y comenzó a encender con luz blanca, una tras otra, las estrellas de esa vivencia que jamás olvidaría.
Me deslumbra el sentido poético de las narraciones que salen a mayor gloria de las manos del amigo y artista Pau…..sigue escribiendo que la gloria la alcanzarás con tus escritos…….Ribes Coll
Muchas gracias por tus palabras, Joan. Es un placer, como siempre, viniendo de ti. Un abrazo!