Alzheimer. Qué palabra tan bella y qué enfermedad tan puta.
Pocas palabras tienen esa sonoridad, con una hache intercalada precedida de una zeta que quizá en otra vida fue ce. Pocas enfermedades se sufren así, con un dolor también intercalado, profundo y mudo como la hache, tan oscuro que más que propio parece ajeno.
Leí recientemente a Bárbara Blasco en su novela ‘Dicen los síntomas’ comparar el coma con el hecho de ser enterrado vivo. Unas vacaciones de uno mismo, decía, con la salvedad de que por más que quieras no puedes huir de tu propio cuerpo. Y creo que el Alzheimer, en cierta medida, tiene también algo de eso. Un yo prisionero dentro de ese mismo yo.
Dice Bárbara que sería terrible pensar que las leyes que rigen ahí dentro son en realidad las mismas que rigen aquí fuera. Que el comatoso fuera capaz de captar los estímulos, comprender lo que sucede fuera de él y razonar como si estuviera completamente sano, pero sin poder comunicarse de ninguna forma, sería completamente angustioso. Y me pregunto si no pasa lo mismo con una persona que sufre Alzheimer.
Fisiológicamente, el cuerpo de Rosita envejece, pero sus funciones vitales parecen haber rejuvenecido a marchas forzadas hasta el punto de tener la misma autonomía que un bebé. Es completamente dependiente para todas y cada una de las arduas tareas que nuestro organismo nos exige cada día con el empeño de seguir viviendo. Para todas excepto para respirar, parece que eso es lo único que todavía puede hacer por sí misma. Pero si el Alzheimer se pudiera acoger también a esa hipótesis que plantea Bárbara, si el cerebro de Rosita fuera capaz de procesar todo cuanto ocurre a su alrededor, aunque no pudiera pedir socorro… Me cuesta imaginar qué pasaría por su cabeza cada vez que se ve auxiliada, irremediablemente, en cada momento del día. A la hora de levantarse, para vestirse, para ir al baño, para comer, de nuevo para acostarse… Ella, que había sido capaz de ocultar que se había roto un dedo del pie contra el canto del sofá con tal de no dar faena. No sé qué pensaría al ver que todo el mundo la trata como a una niña. Le cantan canciones infantiles para comer, le hacen carantoñas al despertar, le ponen dibujos animados en la tele… Si quien hay ahí dentro es realmente una persona de casi noventa años, o bien todo esto le estará pareciendo surrealista o bien, simplemente, se ha resignado a dejarse llevar.
Hoy la encuentro quizá algo más espabilada que las últimas veces que la he visitado. Y aún así siento una profunda tristeza al verla. Siento una negra pena, una pena que duele, al ver a mi padre afrontar una rutina que, por más años que lleve instalada en esta casa, no deja de pesar como un manto de silencio que nadie es capaz de romper. Odio verla así. Odio tener que quedarme con este recuerdo de Rosita cuando ya no esté, pero al mismo tiempo caigo una y otra vez en la inevitable contradicción de ir a visitarla de vez en cuando, aun sabiendo que el panorama que encontraré al llegar nunca mejorará al de la última vez.
La miro tratando de dejar a un lado todos estos sentimientos y ofreciendo una sonrisa que no quiere salir, pero que lo hace con la única esperanza de llegar hasta esa Rosita presa de sí misma. La miro y en su cara intuyo una sonrisa, una leve mueca cómplice que me hace guardar la esperanza de creer que ahí dentro, detrás de esos ojos vacíos, más allá de ese mar de bruma blanca, sigue estando ella. Prisionera pero viva. Rosita.
Las gotas impactan con fuerza, rompiendo en mil pedazos los últimos días de verano. Las nubes, lejos de dejarse caer, parece que escupan con rabia, que tiren a dar con esa mala hostia que les caracteriza en este agosto que quiere ser ya septiembre. Como si se empeñaran en recordarnos la efímera fragilidad de la belleza que encontramos en los pequeños detalles. Ese libro que nos lleva, ese río que nos trae con su gélido punzar. Esas cosas tan livianas que solo pueden percibirse en esta época del año, cuando el tiempo tiene la habilidad de dilatarse hasta tornarse de goma. El mismo tiempo que con la llegada del otoño vuelve a contraerse con prisas, empujándonos irremediablemente a una rutina que nos espera con su habitual mala cara de mirada lánguida y morro torcido. Seguro que hasta ella misma se odia.
Llueve. Llueve en Pirineos.
Cae el agua y corre. Corre el agua por mis entrañas, inundándolo todo de una espesa amargura. Una oscura tristeza de domingo por la tarde, de cien domingos por la tarde seguidos. Corre el agua y tras su paso solo queda una profunda apnea de nostalgia en la que termino hundiéndome.
Llueve. El río desborda ya su caudal por todo el valle, mientras en el pico de la montaña resuenan las burlonas risas de unos cuervos que nos miran con una compasión camuflada de sorna. Me cuesta respirar en esta agua negra y melancólica. Salgo a flote. Me hundo y salgo a flote y noto como una mano me abofetea la cara, tratando de ayudarme.
A lo lejos veo una multitud desesperada que se agolpa frente a unos botes salvavidas. La mano tira de mí en esa dirección. No cabremos todos, pienso mientras braceo con resignación hacia una de esas barcas que prometen la salvación. Consigo subir y flotando abandonamos el valle, que desaparece tras de mí como lo haría un flan en un desagüe, con agónica pero imparable calma.
Dejamos atrás la tormenta y navegamos río abajo hasta unas aguas más calmadas. Horas después llegamos, finalmente al destino. Estoy de nuevo en la oficina. Las mismas caras, las mismas rutinas. El mismo crujir de un presente inestable que avanza con paso errático hacia delante. Busco un resquicio de pausa y tecleo:
El día que encontremos el tesoro, saldremos de pobres. Dice Pepe, con una sonrisa burlona, mientras rebusca entre calcetines y bragas, en la cómoda del dormitorio de Rosita. La cómoda que la vio vestirse de festera aquel verano del 93, aprovechando la jubilación de Pepito. La cómoda frente a la que, aquellos sábados por la mañana en los que decidían coger el coche sin rumbo, antes de salir de casa, se daba unos ligeros toques de colorete y se perfilaba la sombra de ojos. Porque le gustaba estar guapa para él. La cómoda que hoy, perdidas ya muchas de las razones de su existencia, sirve de soporte a esa foto en blanco y negro de la pareja que sigue desprendiendo la misma fuerza del momento en el que fue tomada.
En esta fase de la enfermedad, es bastante común que escondan cosas -no necesariamente de valor-, muchas veces buscando la seguridad ante una amenaza invisible o, simplemente, por temor a perderlas. Así lo había explicado la doctora en la última visita. Y así, durante las siguientes semanas, fueron desapareciendo y apareciendo de nuevo, entre cajones y armarios, objetos que no debieran estar ahí. Cosas desconcertadas, extrañadas por no saber cómo habían llegado a parar a esa nueva ubicación que les resultaba ajena. Las cartas del banco entre los cubiertos de la cocina, el envoltorio de una tableta de chocolate junto a los rollos de papel higiénico, ese cepillo de dientes despeinado entre las prendas de ropa… Pero nunca joyas ni dinero, ese tesoro con el que Pepe, más en broma que en serio, fantaseaba. Como casi siempre que era el centro de atención, Rosita permanecía ajena a todo.
A todos, que jugaban a imaginar lo que harían con esa incalculable pero quimérica fortuna de la abuela. Mientras removía camisas, Pepe no pudo evitar dejarse llevar por un recuerdo que lo trasportó hasta aquellos veranos eternos que pasaba, junto a sus padres y su hermana, en la casa familiar del Pla de Corrals.
El sol de media tarde refulgía mientras Rosita retiraba los platos de la comida y Pepito y Rosa se echaban la siesta. Pepe jugaba fuera, donde comenzaba la ladera del pequeño cerro que se alzaba a espaldas de la casa. En una bolsita de tela que le había cosido su madre, guardaba unas cuantas figuritas de indios y vaqueros con las que recreaba algunas de las batallas que solían poner en la 1: El bueno, el feo y el malo, El jinete pálido, Río Bravo. Algunas de estas películas, que reponían hasta la saciedad, se las sabía casi de memoria. Después de incontables batallas, los indios y vaqueros llegaban maltrechos al final del verano. Entonces Pepe los metía de vuelta a la bolsa de tela, los enterraba a la sombra de un pino, y marcaba con una cruz sobre la tierra las coordenadas del tesoro secreto, con la ilusión de poder rescatarlos al año siguiente. Pero eso nunca sucedía, y con el fin del curso escolar, Rosita siempre le sorprendía con una nueva bolsa de tela, repleta de nuevos muñecos, a sabiendas de que se acabaría perdiendo, invariablemente, como cada año.
Pepe nunca encontró sus indios y vaqueros, igual que tampoco encontraría los tesoros escondidos de su madre.
Aquella tarde, al finalizar la visita y abandonar el pueblo de vuelta a Valencia, Pepe decidió dar un pequeño rodeo para enseñarles a sus hijos el Pla de Corrals. La zona había cambiado mucho en los últimos cuarenta años, hasta tal punto de tornarse prácticamente irreconocible por la falta de referencias con las que ubicarse. Allá donde debiera estar el cerro, la pinada y esa estrecha carretera que zigzagueaba entre los árboles, se alzaba una pequeña urbanización, con sus calles, sus farolas y sus unifamiliares de dos plantas con garaje y jardín. El asfalto había sustituido al campo, lo había engullido y había regurgitado pequeños fragmentos de verde que servían para dibujar las líneas rectas que separaban las distintas propiedades.
Tras deambular por varias de esas calles vacías, Pepe frenó en seco. Había reconocido el pino bajo el que solía jugar. La casa, que había sufrido una notable reforma, estaba franqueada por una valla en la que se podía leer “cuidado con el perro”. Pepe salió del coche y se acercó, tímidamente, hasta los límites de la propiedad. Al fondo, a espaldas de la casa, bajo ese pino que permanecía ajeno al paso del tiempo, jugaba un niño. A esa distancia no pudo apreciarlo bien, pero habría jurado que las figuras que sostenía en la mano eran unos muñecos de indios y vaqueros. Como alertado por una presencia invisible, el niño alzó la vista, pero el coche de Pepe ya se había ido.
La erre suena rota, como si el aire se escapara por una rendija, entre dientes, por un hueco que no le toca. Como si le precediera una ge. Como la pronunciaría un gabacho.
Ro-si-ta.
La ese líquida, como el suave silbido de una serpiente.
Ro-si-ta.
La te es un golpe seco.
Ro-si-ta.
Repite una y otra vez Ceci, una de sus cuidadoras, haciendo especial énfasis en cada sílaba.
Ro-si-ta.
Pero Rosita está ausente.
Rosita, ojos cerrados, boca entreabierta, sostiene en una mano una pelota antiestrés y en la otra a Pepito. Así llaman al peluche azul, con forma de ratón, que le acaban de regalar. Porque la doctora dice que es bueno que agarre algún objeto para evitar que se atrofien los flexores de los dedos. También dice que es bueno que las manos estén colocadas más o menos a la altura del corazón para facilitar la circulación. Parece irónico llamar Pepito al peluche que Rosita no suelta ni para dormir. O quizá no. Quizá es solo una excusa para seguir pronunciando su nombre.
Ro-si-ta.
Las sílabas se repiten. Golpe a golpe, letra a letra. Como las letras que adornaban los sobres de las cartas que Pepito le escribía durante sus años en la mili.
La erre es el capitán, un hombre grande y gordo, con una barriga pronunciada que a Rosita le recuerda al Chato, el sereno de Novetlè, aquel que paseaba las calles pregonando la hora y el tiempo -las cuatro y lloviendo-, y al que podías pedir que te despertara colocando tantas piedras en la puerta de tu casa como horas debiera marcar la manija del reloj.
La o es un balón de cuero, cosido a retazos, con el que los soldados juegan durante sus ratos libres en el cuartel.
La ese una serpiente, una culebra como las que en ocasiones veían correteando por las afueras del campamento.
La i, un cadete muy delgado que sostiene un fusil afilado casi tan largo como él.
La te es un soldado forzudo con los brazos extendidos; y en cada mano una bola de cañón.
La a, un recluta castigado, haciendo abdominales.
Ro-si-ta.
La afición de Pepito por el dibujo encontraba en esos sobres el espacio ideal para explayarse. A veces, la carta no era más que un pretexto, y donde realmente estaba el mensaje era en el continente, más que en el contenido. La imaginación del joven Pepito en aquellos años de mili parecía no tener límites. Un mapa del pueblo en el que indicaba el camino hasta la casa de la destinataria, un dibujo de la casa misma donde debiera ser entregada la carta, y uniformes, muchos uniformes que servían para contar el día a día de aquel tedioso sinsentido. Soldados jurando bandera, descargando sacos de tierra de un camión para apilarlos en un gran descampado, limpiando baños, suelos y ventanas, desfilando, descansando a la sombra de algún árbol, o cogiendo un tren de camino a casa en alguno de los pocos permisos que tenían. Estos últimos dibujos eran los preferidos de Rosita.
Durante un tiempo fueron novios por correspondencia, como muchas otras parejas a las que la mili había separado. Rosita corría a la puerta cada vez que escuchaba el sonido metálico del timbre de la bici del cartero. A veces había suerte. Otras, la espera se convertía en una carga más a sumar a la distancia, en la lucha contra el olvido.
Suena el timbre. Rosita abre instintivamente los ojos. De pronto un flash peina sus entrañas. Se estremece, y un frío temblor sacude cada una de sus vértebras hasta llegar a la nuca, desde donde la paraliza. No recuerda la última vez que le escribió, pero tampoco cree estar esperando ninguna carta de Pepito. Aun así, lleva su mirada hacia la puerta, que ya está cerrándose. Fina regresa hacia el salón con un paquete de Amazon en la mano.
Ro-si-ta. ¿Estás despierta?
La afilada voz de Tania la devuelve a un letargo del que no quiso haber salido.
Las cartas eran ese rincón al que solían acudir para reencontrarse. Solo ellos dos, a solas, y compartir con tinta todos esos anhelos, esos deseos inconfesables, los sueños de un futuro que en ocasiones se antojaba tan incierto como lejano. Una intimidad que muchas veces se veía violada por la curiosidad inocente de familiares y vecinos que, con la excusa de admirar los dibujos con los que Pepito decoraba los sobres, se dejaban ir un poco más allá, hasta acabar leyendo el contenido de la carta antes incluso que la propia Rosita. Quizás por ello, la pareja ideó una contraseña, tres dígitos que hacían referencia al número de sílabas de un secreto que gustaban decirse al oído.
357. Te quiero. Te quiero mucho. Te quiero muchísimo.
El correo era el medio de comunicación por excelencia de la época, si bien es cierto que Rosita era una de las pocas chicas del pueblo que tenía teléfono. Más bien, su madre se encargaba de operar las llamadas encajando las clavijas en el clavijero de la centralita. En Novetlè, esta centralita estaba en casa de Rosita, pero Pepito no tenía forma de llamar desde el cuartel de Manises. Así que las cartas eran el único modo de permanecer en contacto y declararse su amor.
Mi queridísima Rosita:
Te escribo hoy otra vez porque como mañana, que es cuando yo espero tener tu carta, no podré contestarte porque tengo guardia, y hasta pasado mañana no podré venir a casa, no quiero retrasarme ningún día en decirte que te quiero más que a mi propia vida y que a todas horas estoy pensando en ti.
Pepito seguía teniendo la misma caligrafía, fina y picuda, que le maravilló en aquella primera carta en la que, siendo dos adolescentes, le pidió ser novios. Rosita se había fijado en él, lo conocía del pueblo, pero jamás se habría atrevido a tomar esa iniciativa, entonces reservada exclusivamente para los chicos.
La carta pasó, por supuesto por unas cuantas manos antes que por las suyas. Y ella, cuando por fin pudo leerla, y con la indecisión que le caracterizaba, le pidió a su abuela que le dictara la respuesta, después de que esta autorizara el noviazgo. Pepito era un chico amable, educado, humilde y trabajador. Algo le decía a su abuela que podía ser un buen novio para su nieta, y esa intuición no falló. Así que juntas escribieron una respuesta y así empezó todo.
La inocencia propia de la edad se veía muy pronto rota por una madurez que, en la mayoría de las ocasiones, venía impuesta. Rosita no tuvo juventud. Pasó de ser una niña a ser una mujer, de jugar con muñecas a ayudar a su madre en casa, cuando aún ni siquiera tenía edad para saber qué quería. Aunque al menos ella sí tuvo la oportunidad de aprender a leer y escribir, e incluso más tarde pudo estudiar mecanografía en una escuela de Xàtiva.
La Hispano Olivetti que adorna la estantería del salón no es más que un lejano recuerdo de aquellos años en los que Rosita, junto con un par de amigas de Novetlè, pedaleaban hasta la entrada de Xàtiva para acudir a la academia, donde aprendían la escritura a máquina. El sonido de los dientes percutiendo el papel doblado, impregnándolo de tinta antes de regresar a su posición inicial, contrasta ahora con el silencioso clic del ratón en ese portátil delgado, de curvas elegantes y diseño futurista que Fina acaba de estrenar.
Igual que en aquella primera carta, no eran pocas las veces en las que las palabras que Rosita escribía habían salido, previamente, de la boca de su abuela. Como siempre, necesitaba del permiso o la aprobación de otra persona que decidiera por ella. Y la mayoría de veces, esa persona era su abuela.
Pepito, sin embargo, no necesitaba de nadie que escribiera por él. A veces no tenía grandes novedades que contarle a su Rosita, pero cualquier excusa era buena para repetirle una y otra vez cuánto la echaba de menos.
Aquí en Valencia el tiempo ha cambiado y ya hace bastante calor, supongo que allí pasará lo mismo. ¡Ah! Dime si has recibido mi carta de ayer con la fotografía del cuartel (…). Hoy he comido gamba a la plancha y un chorizo frito con una ensalada para almorzar, y para comer nos hemos hecho clóchinas al vapor, una ensalada muy buena y una paella. Como verás me cuido bastante bien y yo lo que quiero es que tú también te cuides, amor mío. Te quiero mucho y pienso mucho en ti. Recuerdos a todos.
Aunque en persona se hablaban en valenciano, era entonces impensable escribir en la lengua en la que también pensaban. De eso ya habían tomado buena nota en la escuela, donde el maestro de turno se encargaba de acallar, a golpe de regla, cada intento de expresarse en valenciano.
Así que, aunque tenían que hacer un ejercicio previo de traducción mental, se escribían en castellano. Quizá, de no haber sido así, las cartas nunca habrían llegado a su destino. Y hablaban de todo y de nada.
Rosita, ¿conoces tú a una chica llamada Marita García (creo que es así) de Quatretonda? Es que resulta que uno de mis amigos es de allí y festea con ella, y al decirle que con él había un chico que festeaba en Novetlè, ella le dijo que conocía a una tal Rosita del Pla, que tenía una carnicería en Novetlè y que es familia de la tía Ana. Como verás, ha dado la coincidencia de que tú y ella os conocéis, y como resulta que ella va todos los veranos al Pla, este amigo mío y yo nos pasamos el día hablando de vosotras y haciendo planes para este verano, si nos dan permiso, para ir a pasar unos días juntos al Pla.
Pepito se refería a Eliseo, un chico de Quatretonda con el que rápidamente entabló amistad al llegar al ejército.
Eliseo venía de una familia de tradición chocolatera. Y, al contrario de lo que cabría esperar de un muchacho que se había criado en una fábrica de chocolate, era alto, delgado, de complexión atlética. Chocolates Benavent era una empresa familiar fundada en 1925 que, con el tiempo, ganó cierta fama no solo en el pueblo y alrededores, sino por toda la provincia de Valencia. El negocio pasó de padres a hijos, y así llegó a Eliseo que, años después, acabaría haciendo algo de dinero al alquilar la nave de la fábrica a la discoteca Apache, una de las más famosas de la ruta del Bacalao, a pesar de estar en La Costera.
La amistad que Pepito y Eliseo tejieron en el cuartel de Manises fue para toda la vida. Quizá eso fue lo único positivo que ellos, y muchos otros chicos de su edad, pudieron sacar del servicio militar. Los planes de pasar los veranos en el Plà de Corrals se hicieron realidad, y las dos parejas compartieron muchos momentos juntos.
Eliseo seguía visitando a Rosita aún después de la muerte de su mujer y de Pepito. Solía regalarle unas cestas de mimbre que él mismo tejía, y esa compañía mutua seguramente ayudó a llevar mejor una viudedad que, hasta entonces, había sido una travesía por la noche más oscura.
Juntos pasaban tardes enteras en el sofá, en ocasiones charlando de tiempos pasados y en otras, simplemente, compartiendo silencios. A Eliseo le gustaba coger la mano de Rosita, y sus nietos bromeaban cuchicheando que la abuela se había echado novio. Pero lo cierto es que ella, aunque agradecía ese amparo, era incapaz de olvidar a Pepito. Que vuelva Pepito, se repetía una y otra vez, y alguna de estas veces no podía evitar dejar escapar unas lágrimas que, fuera de contexto, nadie entendía a cuento de qué venían.
Que vuelva Pepito, se repite todavía hoy Rosita, ausente, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, mientras sostiene en una mano una pelota antiestrés y en la otra ese peluche azul, con forma de ratón, que le acaban de regalar.
Porque la doctora dice que es bueno que agarre algún objeto para evitar que se atrofien los flexores de los dedos. Su hermana y sus hijos a veces no entienden lo que dice la doctora, pero acuerdan que es bueno que Rosita tenga algo a lo que agarrarse. Y, de paso, ellos también.
A Rosita nunca le gustó bañarse. Sumergir la cabeza en el agua le producía una sensación de ahogo que, a través de una u otra excusa, trataba de evitar cada vez que su marido, sus hijos o sus nietos la invitaban a pegarse un chapuzón. No quiero mojarme el pelo, estoy bien en la sombra, no tengo calor. Pero su vida había sido una sucesión de concesiones, y al final siempre acababa cediendo. Sencillamente, no sabía decir que no.
Sentada bajo la sombrilla, pasa la mañana acompañando a su biznieto Javi, que le salpica desde dentro de la piscina. Tres perros corretean por el patio. Desde la cocina, en el piso de bajo, llega un aroma a verano. A pan recién hecho, al aperitivo que precede a las copiosas comidas familiares en el pueblo. Al romero de la paella. El sol calienta la cerveza que su hijo se ha dejado a mitad para acudir a abrir la puerta del garaje. Llegan sus nietas, y un par de perros más que se suman al baile de mascotas.
Hoy se juntan todos y, uno a uno, acuden a saludarla. Qué guapa estás yaya, ¿te han cortado el pelo? Mamá, di hola a las nenas. Pero ella no puede más que balbucear un sonido casi imperceptible que cada uno interpreta a su manera. Ha dicho María. No, ha dicho Marina, la más guapa. Alfonso, ha dicho Alfonso.
A ella todo esto le resulta extraño, una situación difícilmente reconocible. Los recuerdos se han ido diluyendo en un mar de bruma espesa que ahora le nubla por completo. Pero de vez en cuando, una voz, un gesto, una mirada le hacen recordar que está en casa. Y eso le tranquiliza.
Las gotas de agua que desde la piscina han ido a parar a uno de los perros y este, de un respingo, ha lanzado a Rosita, le empapan las gafas y le hacen, instintivamente cerrar los ojos.
Verano de 1992. Rosa y María, las gemelas, juegan con su hermano Alfonso en una pequeña canasta en el patio de bajo. M.ª José tiene en brazos a Pau mientras Pepe les hace una foto desde la azotea. De fondo, los obreros y Pepito, que le gusta estar en todo, estiran la jornada matinal en el patio de arriba. Acaban de comprar ese terreno con la idea de ampliar la casa por la parte de atrás, mirando a la montaña. Rosita está en la cocina. Su hija Rosa la ayuda con las verduras para la paella mientras charlan sobre cómo quedarán las obras. La idea de Pepito es dividir el espacio en un gran patio y una cochera, donde instalará un pequeño taller con herramientas y un par de caballetes para pintar. En el patio, dos naranjos que, con el tiempo, él mismo acabaría talando y, después de aplanar de nuevo el suelo, dejar el espacio completamente despejado para instalarle a su nieto una canasta. Una canasta que, años más tarde, la Rosita viuda cambiaría por una nueva, lo que le costaría una regañina unánime. ¿Cómo se te ocurre subirte a la escalera, estando sola en casa? ¿No podías esperar a que viniéramos el fin de semana? Pero como todo, lo había hecho por contentar a los demás. Los demás, no importaba quiénes, siempre estaban por delante suya.
Donde antes hubo un patio, donde hubo dos naranjos, donde en otro momento hubo una improvisada pista de básquet, hay ahora una piscina. Sus gafas siguen empañadas. Los ojos cerrados.
Verano de 1956. Normalmente, durante las vacaciones de Pepito, aprovechaban para pasar unos días en el pueblo. Este año decidieron quedarse en Valencia. Hacía apenas unos meses que se habían casado y mudado a la ciudad, y querían -o más bien necesitaban- un poco de intimidad. Entonces no se llevaba aquello de los viajes de luna de miel, y para ellos el mejor regalo que podían darse era disfrutar de una soledad en pareja que hasta entonces les era prohibida. El lastre de una sociedad que vivía sometida a la sombra de la iglesia y la dictadura, les privaba a ellos, y a tantas otras parejas de su generación, de disfrutar plenamente de su amor.
El mar. Les gustaba dar largos paseos por la zona del puerto. Sentarse y dejar los pies colgando en el borde de un muelle, viendo cómo las gaviotas descendían en picado para sumergirse en el agua y, con suerte, volver a emprender el vuelo con un botín en el pico. La playa todavía no formaba parte del imaginario colectivo como una opción real de ocio. Empezaban entonces a oírse los primeros rumores del mito de las suecas, pero lo cierto es que aún no habían llegado a España las turoperadoras, ni el cine de destape, ni el boom inmobiliario que acabaría reventando la costa en la década de los 80 y 90. La playa era un terreno por explorar para la mayoría de la población. Las ciudades todavía vivían de espaldas al mar, aún no se habían popularizado los paseos marítimos, ni los chiringuitos ni las sombrillas, y no era raro que en una ciudad como Valencia mucha gente pasara la vida entera sin haber siquiera pisado la arena de la Malvarrosa.
Ellos sí lo hicieron ese verano. En la memoria de Rosita quedaría impregnado durante muchos años ese recuerdo de la inmensa masa azul que se perdía en el horizonte, el sonido de las olas rompiendo a sus pies, la brisa que traía consigo el olor a sal, los paseos por la orilla, descalzos y de la mano. Muchas de las escenas que la pareja vivió, primero a solas y años más tarde con sus dos hijos, acabarían protagonizando algunos de los cuadros de Pepito. Cuadros que hoy cuelgan de las paredes de la casa y que, de alguna manera, contribuyen a mantener vivos esos recuerdos.
Rosita abre los ojos. Le han quitado las gafas para secar las gotas de agua. Con la mirada desenfocada, busca a Pepito en el patio. No están los naranjos, ni tampoco él. Javi ya ha salido de la piscina y los perros han dejado de corretear. Alguien le pone de nuevo las gafas y, con ellas, vuelve a tomar esa leve consciencia de sentirse en casa. Venga yaya, vamos a comer.
Al meu amic i admirat Joan. Gràcies per les teues pintures
No quedaba en el lienzo negro de aquella noche etérea ni un solo centímetro virgen de estrellas. A medida que caían los minutos, tumbado sobre una vieja manta en la cresta de la duna, el pintor observaba cómo decenas de nuevos límpidos faros encendían sus luces. Miles, o quizá millones de años luz separaban los granos de arena del desierto de aquellos puntitos incandescentes de idéntico tamaño, pero con un brillo tal que creía poder tocarlos con tan solo alzar la mano y estirar los dedos.
No lo hizo. En su lugar cerró los ojos y se dejó vencer por un sueño que ahora, lejos del calor de la jaima, volvió a buscarlo. Poco antes de perder el sentido, recordó el extraño episodio de la noche anterior, cuando tres hombres se acercaron a su paso, apareciendo de repente entre una bruma negra y, repitiendo una palabra en árabe incomprensible para él, señalaron con el dedo ese montículo de arena, a las faldas de aquel peculiar arbusto donde, ahora ya sí, dormía como un bebé.
Le despertó un cosquilleo. Un suave roce que acarició su mano y se deslizó por su antebrazo hasta tocarle el alma. Unos dedos finos y suaves bailaban sobre su piel, produciéndole un placer que nunca antes había experimentado. Y de nuevo, un susurro en un idioma desconocido que se paseaba por el silencio de la noche hasta llegar a lo más profundo de su estómago. Digirió esa palabra que alguien repetía para él, sin entender su significado, tan solo dejándose guiar por la delicadeza de su tono, saboreando cada fonema con los ojos todavía cerrados y el resto de los sentidos bien abiertos.
Cuando, después de masticar ese sonido hermético para él, recuperó el sentido de la vista, perdió a su vez el del tacto y el del oído. Otra vez el silencio, y donde debieran estar los dedos que segundos antes le acariciaban, tan solo quedaba el vacío más hondo del desierto. Incluso las estrellas parecían haberlo dejado también de lado. Muchas se habían apagado ya, y el horizonte empezaba a anunciar la llegada del alba.
Durante los siguientes días, la curiosidad vino a buscarlo de madrugada. Como un autómata, se levantaba de la cama, se pegaba una ducha fría y, cargado con la manta, escalaba la duna hasta su punto más alto, donde pasaba el resto de la noche. Pero ni los dedos ni los susurros volvieron a acompañarle de nuevo.
El arbusto, las estrellas, el roce de la arena en su cabello húmedo. Y esa extraña presencia, aquellos tres hombres que parecían querer advertirle de algo. Esa dulce sensación de paz al sentir el tocar de una mano anónima. Todo aquello debía de tener algún sentido, pero por más que trataba de encontrarlo, no lograba acallar la sensación de confusión que le carcomía por dentro.
Hasta que un día creyó saberlo. Sí… puede que ya hubiera estado allí antes. En aquel lugar, en aquel desierto. Y como si de una revelación se tratase, le describió a Mohamed, su guía y -ya a estas alturas del viaje- también amigo, un paisaje colmado de palmeras que no debía de estar muy lejos del campamento donde se hospedaba.
En efecto. Las sospechas se confirmaron a la hora del desayuno, y aquel palmeral que él había imaginado, parecía existir realmente. Un perfecto oasis en medio del vasto desierto del Sáhara, que se extendía más allá de donde alcanzaba su propia imaginación. Conocía aquel lugar, igual que conocía la duna en la que había pasado, en secreto, las últimas noches.
Sentados a orillas de una charca y con los pies a remojo, bajo la sombra de las palmas, Mohamed y él compartían un silencio esclarecedor. Se dejó caer sobre la arena, cerró los ojos y extendió sus brazos formando una cruz. Volvió entonces el susurro. Volvieron las caricias. Volvió a él un placer puro, tan verdadero como el agua que bañaba sus tobillos. Igual que aquella noche, decidió despertar. A lo lejos, tres siluetas rompían el resplandor del atardecer en el horizonte.
Al llegar a casa, con la maleta todavía por deshacer, cogió el más grande de los lienzos que tenía en su estudio, vació sobre él un tubo de pintura negra, y comenzó a encender con luz blanca, una tras otra, las estrellas de esa vivencia que jamás olvidaría.
La cama de su habitación sigue vestida desde hace años. Antes, Marina solía compartir con ella almohada y confesiones cuando íbamos a visitarla. ¿Puedo dormir con la yaya?, decía. Y una sonrisa cómplice confirmaba siempre el beneplácito para hacerlo. En el armario, los trajes y los zapatos, cansados de esperar, dejaron hueco a unos cuantos paquetes de pañales para adultos.
Descansa sobre la cómoda la foto de dos enamorados.
Rosita, a la izquierda, gafas doradas, pendientes de perla y un collar que hace suponer que se trataba de una ocasión especial. Su cabello, corto y blanco, su mirada a ninguna parte.
Rosita tiene la boca entreabierta, como si acabara de decir algo, y su cabeza se inclina ligeramente hacia él. Hacia Pepito, que la mira con la sonrisa que precede a un beso.
Ambos visten de negro, y su ropa se confunde con el fondo. Solo sus rostros iluminan la escena.
La mirada líquida de Rosita, sentada en el borde de la cama mientras su nuera la viste antes de la comida de Navidad, se encuentra con esos inocentes ojos veinticinco años más jóvenes.
Sus pupilas se dilatan. Ha vuelto, el fino rayo del recuerdo, después de atravesar un espeso mar de nubes. Es la boda de Iván, el pequeño de sus sobrinos. En la sobremesa toman café mientras escuchan, una vez más, las anécdotas de su hermano Paco, el padre del novio. Recuerdos de la infancia a los que se han ido añadiendo pequeñas dosis de fantasía a medida que pasaban los años, y también los chupitos.
Rosita tiene el curioso don, en momentos como este, de coger todo el ajetreo de una boda, hacer de él una bolita y esconderlo en el sótano de su cabeza, donde se convierte en un lejano murmullo. Ella solo escucha ahora la voz de Pepito, que le confiesa al oído los planes para cuando inicien el camino a casa. Eso hace que se ruborice, pero poco importa. Igual que el ruido, también han desaparecido las personas. Y la timidez, y el miedo, y el qué dirán, y el y si… Todo y todos se han ido, y en medio de ese salón de bodas, ahora en penumbra, tan solo permanecen ellos dos, iluminados por el repentino flash de una cámara.
El fogonazo blanco de la bombilla lo inunda todo y ciega a Rosita, que abandona el recuerdo como si nunca hubiera estado en él. ¿Qué hacéis a oscuras?, pregunta Pepe mientras aprieta el interruptor. Rosita mira a ese hombre, plantado a la puerta de su habitación. ¿Pepito? Y un breve silencio.
Normalmente aparecen cuando menos los buscas. Me gusta pensar que simplemente están ahí y en algún momento los descubres. O quizá son ellos los que te descubren a ti.
Anoche se me apareció un relato. Me descubrió, me sorprendió observándolo mientras flotaba en la atmósfera de mi habitación.
Si te preguntas por qué he esperado hasta hoy para contar semejante acontecimiento, la respuesta es sencilla. Se trataba simplemente de una cuestión de forma. Prefería hacerlo en pretérito perfecto simple, y no en compuesto, que hubiera sido el tiempo verbal obligado en caso de narrarlo justo después de que sucediera.
Apareció, digo, el relato, y no pude más que esbozar una sonrisa de satisfacción cuando lo vi. Llevaba días algo desanimado, tratando de rescatar viejas ideas a las que nunca había dado una oportunidad. Por algo sería, me decía cada vez que trataba de reconciliarme con alguna de ellas.
Este relato, sin embargo, se mostraba maduro, acabado. Era redondo y brillante, adjetivos que, por otra parte, bien podían atribuírsele en caso de haberse tratado de un ser corpóreo y no solo de un pensamiento.
El caso es que ahí estaba, esperando a ser escrito. El tema, el protagonista, la trama y todas las virtudes del lenguaje que se le deben presuponer a un texto de éxito, ya las traía de serie. Era tan bueno que bastaba con cogerlo y posarlo con delicadeza sobre el folio en blanco.
Y esa virtud fue quizá la que hizo que me enamorara de él. A otros, sin embargo, hay que retorcerlos hasta sacarles el jugo. A veces aguantan días en tu cabeza y no es sino hasta después de unas cuantas sesiones de tortura creativa que sueltan todo el potencial que llevan dentro. Este no, este apareció en forma de regalo al que bastaba con quitarle el envoltorio y dejar que sus frases fluyeran, letra a letra, palabra a palabra, dibujando párrafos que ya estaban ahí y solo aguardaban su momento hasta que alguien los decodificara en un papel.
Aunque era tarde y tenía sueño, su presencia ya había provocado en mí un cierto desvelo, y sabía ciertamente que hasta que no lo escribiera no podría pegar ojo. Así que me levanté de la cama, lo cogí con sumo cuidado, encendí el ordenador, y justo cuando me disponía a teclearlo, desapareció de entre mis manos.
Cuando despertó aquella mañana se notaba distinto, como cambiado. Aún antes de incorporarse, se sintió extrañamente ágil y ligero. Abrió los ojos y todo a su alrededor había adquirido una dimensión completamente desproporcionada. Las sábanas eran en sí un universo de texturas y pliegues infinitos. El techo, un cielo inabarcable, y las cortinas un mar de terciopelo a través del cual se dibujaba un mundo completamente desconocido.
O bien todo había ganado un descomunal tamaño de forma inexplicable, o bien él había encogido hasta ocupar el mismo espacio que una uña. En seguida supo que sería lo segundo. Se había convertido en un mosquito.
Donde debieran estar los brazos y las piernas había ahora seis largas patas que se plegaban en ángulos imposibles. De su espalda crecían dos alas transparentes que acertaba a ver gracias a unos enormes ojos que ocupaban gran parte de su cabeza y que eran capaces de mirar en todas direcciones. Y de su boca nacía un afilado pico que, instintivamente, comenzó a moverse como si tuviera vida propia.
Desde que leyera en su adolescencia La metamorfosis de Kafka, había adquirido un interés especial por los insectos que fue creciendo con los años, pero nunca podría llegar a sospechar que lo haría hasta tal punto. Había pasado gran parte de su vida leyendo y documentándose sobre estos seres invertebrados y, en concreto, sobre los mosquitos había memorizado un par de datos que podrían resultarle útiles durante estas primeras horas de su nueva existencia.
Al haber nacido mosquito, su esperanza de vida no iba más allá de los siete días. Él era un culícido, lo que significaba que su especie, la más común de todas, necesitaba de la sangre de otros animales para alimentarse. No obstante, al ser macho estaba exento de practicar esta oscura práctica vampiresca, aunque cierto es que le picaba un poco la curiosidad.
Después de repasar mentalmente estas y otras notas sobre su condición de bicho, salió de entre las sábanas y revoloteó torpemente hasta el otro lado de la cama, donde su mujer todavía dormitaba. Era sábado y, al ser un matrimonio sin hijos, se habían desprendido de cualquier obligación que les quitara el sueño en un día como ese.
Acertó a aterrizar en su frente, pero rápidamente tuvo que volver a elevarse para evitar un manotazo que podría haber acabado con él y que le hizo entender que sus relaciones conyugales iban a cambiar drásticamente a partir de ese momento.
Cuando, al cabo de un rato, ella se despertó, él ya ejercía un control total sobre sus alas. Dominaba el arte del vuelo y había conseguido merodear a sus anchas por la habitación sin tener que realizar ningún aterrizaje de emergencia. Postrado sobre el borde de la estantería observó como su mujer se levantaba y abandonaba la habitación rumbo a la cocina. La acompañó durante el desayuno y volvió a observarla mientras se duchaba, sin encontrar en ella ningún signo de preocupación. Quizá piense que he salido a comprar el pan, se dijo a sí mismo, para tranquilizarse.
Pero lo cierto es que trascurrió ese día, y el siguiente y el otro, y su mujer seguía haciendo la misma vida que llevaba hasta entonces. Como un autómata, iba y volvía del trabajo, se ocupaba de la casa y leía un rato por la noche antes de quedarse dormida. Nada que pudiera hacer pensar que una presencia como la de su propio marido había desaparecido, por completo y de repente, de su vida.
Él, resignado y triste -no sabía que su matrimonio valía tan poco-, pasaba las horas recorriendo los desagües de la casa, hasta que llegaba el momento en que se abría la puerta, ella entraba, y él buscaba un rincón para esconderse y observarla en secreto con una cierta impotencia.
Finalmente, harto de sentirse tan cruelmente ninguneado, esperó que cayera la noche para clavar su aguijón en el muslo de su mujer. Una zona que siempre le había encantado besuquear y que ahora había agujereado para descubrir un manantial del que brotaba la sangre. Borracho por la resaca de ese vino tinto, vomitó y se dejó caer, exhausto y mareado, sobre la almohada, esperando a ser descubierto por los primeros rayos del sol y aniquilado por el amor de su vida.