Normalmente aparecen cuando menos los buscas. Me gusta pensar que simplemente están ahí y en algún momento los descubres. O quizá son ellos los que te descubren a ti.
Anoche se me apareció un relato. Me descubrió, me sorprendió observándolo mientras flotaba en la atmósfera de mi habitación.
Si te preguntas por qué he esperado hasta hoy para contar semejante acontecimiento, la respuesta es sencilla. Se trataba simplemente de una cuestión de forma. Prefería hacerlo en pretérito perfecto simple, y no en compuesto, que hubiera sido el tiempo verbal obligado en caso de narrarlo justo después de que sucediera.
Apareció, digo, el relato, y no pude más que esbozar una sonrisa de satisfacción cuando lo vi. Llevaba días algo desanimado, tratando de rescatar viejas ideas a las que nunca había dado una oportunidad. Por algo sería, me decía cada vez que trataba de reconciliarme con alguna de ellas.
Este relato, sin embargo, se mostraba maduro, acabado. Era redondo y brillante, adjetivos que, por otra parte, bien podían atribuírsele en caso de haberse tratado de un ser corpóreo y no solo de un pensamiento.
El caso es que ahí estaba, esperando a ser escrito. El tema, el protagonista, la trama y todas las virtudes del lenguaje que se le deben presuponer a un texto de éxito, ya las traía de serie. Era tan bueno que bastaba con cogerlo y posarlo con delicadeza sobre el folio en blanco.
Y esa virtud fue quizá la que hizo que me enamorara de él. A otros, sin embargo, hay que retorcerlos hasta sacarles el jugo. A veces aguantan días en tu cabeza y no es sino hasta después de unas cuantas sesiones de tortura creativa que sueltan todo el potencial que llevan dentro. Este no, este apareció en forma de regalo al que bastaba con quitarle el envoltorio y dejar que sus frases fluyeran, letra a letra, palabra a palabra, dibujando párrafos que ya estaban ahí y solo aguardaban su momento hasta que alguien los decodificara en un papel.
Aunque era tarde y tenía sueño, su presencia ya había provocado en mí un cierto desvelo, y sabía ciertamente que hasta que no lo escribiera no podría pegar ojo. Así que me levanté de la cama, lo cogí con sumo cuidado, encendí el ordenador, y justo cuando me disponía a teclearlo, desapareció de entre mis manos.