A Pepe
El día que encontremos el tesoro, saldremos de pobres. Dice Pepe, con una sonrisa burlona, mientras rebusca entre calcetines y bragas, en la cómoda del dormitorio de Rosita. La cómoda que la vio vestirse de festera aquel verano del 93, aprovechando la jubilación de Pepito. La cómoda frente a la que, aquellos sábados por la mañana en los que decidían coger el coche sin rumbo, antes de salir de casa, se daba unos ligeros toques de colorete y se perfilaba la sombra de ojos. Porque le gustaba estar guapa para él. La cómoda que hoy, perdidas ya muchas de las razones de su existencia, sirve de soporte a esa foto en blanco y negro de la pareja que sigue desprendiendo la misma fuerza del momento en el que fue tomada.
En esta fase de la enfermedad, es bastante común que escondan cosas -no necesariamente de valor-, muchas veces buscando la seguridad ante una amenaza invisible o, simplemente, por temor a perderlas. Así lo había explicado la doctora en la última visita. Y así, durante las siguientes semanas, fueron desapareciendo y apareciendo de nuevo, entre cajones y armarios, objetos que no debieran estar ahí. Cosas desconcertadas, extrañadas por no saber cómo habían llegado a parar a esa nueva ubicación que les resultaba ajena. Las cartas del banco entre los cubiertos de la cocina, el envoltorio de una tableta de chocolate junto a los rollos de papel higiénico, ese cepillo de dientes despeinado entre las prendas de ropa… Pero nunca joyas ni dinero, ese tesoro con el que Pepe, más en broma que en serio, fantaseaba. Como casi siempre que era el centro de atención, Rosita permanecía ajena a todo.
A todos, que jugaban a imaginar lo que harían con esa incalculable pero quimérica fortuna de la abuela. Mientras removía camisas, Pepe no pudo evitar dejarse llevar por un recuerdo que lo trasportó hasta aquellos veranos eternos que pasaba, junto a sus padres y su hermana, en la casa familiar del Pla de Corrals.
El sol de media tarde refulgía mientras Rosita retiraba los platos de la comida y Pepito y Rosa se echaban la siesta. Pepe jugaba fuera, donde comenzaba la ladera del pequeño cerro que se alzaba a espaldas de la casa. En una bolsita de tela que le había cosido su madre, guardaba unas cuantas figuritas de indios y vaqueros con las que recreaba algunas de las batallas que solían poner en la 1: El bueno, el feo y el malo, El jinete pálido, Río Bravo. Algunas de estas películas, que reponían hasta la saciedad, se las sabía casi de memoria. Después de incontables batallas, los indios y vaqueros llegaban maltrechos al final del verano. Entonces Pepe los metía de vuelta a la bolsa de tela, los enterraba a la sombra de un pino, y marcaba con una cruz sobre la tierra las coordenadas del tesoro secreto, con la ilusión de poder rescatarlos al año siguiente. Pero eso nunca sucedía, y con el fin del curso escolar, Rosita siempre le sorprendía con una nueva bolsa de tela, repleta de nuevos muñecos, a sabiendas de que se acabaría perdiendo, invariablemente, como cada año.
Pepe nunca encontró sus indios y vaqueros, igual que tampoco encontraría los tesoros escondidos de su madre.
Aquella tarde, al finalizar la visita y abandonar el pueblo de vuelta a Valencia, Pepe decidió dar un pequeño rodeo para enseñarles a sus hijos el Pla de Corrals. La zona había cambiado mucho en los últimos cuarenta años, hasta tal punto de tornarse prácticamente irreconocible por la falta de referencias con las que ubicarse. Allá donde debiera estar el cerro, la pinada y esa estrecha carretera que zigzagueaba entre los árboles, se alzaba una pequeña urbanización, con sus calles, sus farolas y sus unifamiliares de dos plantas con garaje y jardín. El asfalto había sustituido al campo, lo había engullido y había regurgitado pequeños fragmentos de verde que servían para dibujar las líneas rectas que separaban las distintas propiedades.
Tras deambular por varias de esas calles vacías, Pepe frenó en seco. Había reconocido el pino bajo el que solía jugar. La casa, que había sufrido una notable reforma, estaba franqueada por una valla en la que se podía leer “cuidado con el perro”. Pepe salió del coche y se acercó, tímidamente, hasta los límites de la propiedad. Al fondo, a espaldas de la casa, bajo ese pino que permanecía ajeno al paso del tiempo, jugaba un niño. A esa distancia no pudo apreciarlo bien, pero habría jurado que las figuras que sostenía en la mano eran unos muñecos de indios y vaqueros. Como alertado por una presencia invisible, el niño alzó la vista, pero el coche de Pepe ya se había ido.
