Cuando despertó aquella mañana se notaba distinto, como cambiado. Aún antes de incorporarse, se sintió extrañamente ágil y ligero. Abrió los ojos y todo a su alrededor había adquirido una dimensión completamente desproporcionada. Las sábanas eran en sí un universo de texturas y pliegues infinitos. El techo, un cielo inabarcable, y las cortinas un mar de terciopelo a través del cual se dibujaba un mundo completamente desconocido.
O bien todo había ganado un descomunal tamaño de forma inexplicable, o bien él había encogido hasta ocupar el mismo espacio que una uña. En seguida supo que sería lo segundo. Se había convertido en un mosquito.
Donde debieran estar los brazos y las piernas había ahora seis largas patas que se plegaban en ángulos imposibles. De su espalda crecían dos alas transparentes que acertaba a ver gracias a unos enormes ojos que ocupaban gran parte de su cabeza y que eran capaces de mirar en todas direcciones. Y de su boca nacía un afilado pico que, instintivamente, comenzó a moverse como si tuviera vida propia.
Desde que leyera en su adolescencia La metamorfosis de Kafka, había adquirido un interés especial por los insectos que fue creciendo con los años, pero nunca podría llegar a sospechar que lo haría hasta tal punto. Había pasado gran parte de su vida leyendo y documentándose sobre estos seres invertebrados y, en concreto, sobre los mosquitos había memorizado un par de datos que podrían resultarle útiles durante estas primeras horas de su nueva existencia.
Al haber nacido mosquito, su esperanza de vida no iba más allá de los siete días. Él era un culícido, lo que significaba que su especie, la más común de todas, necesitaba de la sangre de otros animales para alimentarse. No obstante, al ser macho estaba exento de practicar esta oscura práctica vampiresca, aunque cierto es que le picaba un poco la curiosidad.
Después de repasar mentalmente estas y otras notas sobre su condición de bicho, salió de entre las sábanas y revoloteó torpemente hasta el otro lado de la cama, donde su mujer todavía dormitaba. Era sábado y, al ser un matrimonio sin hijos, se habían desprendido de cualquier obligación que les quitara el sueño en un día como ese.
Acertó a aterrizar en su frente, pero rápidamente tuvo que volver a elevarse para evitar un manotazo que podría haber acabado con él y que le hizo entender que sus relaciones conyugales iban a cambiar drásticamente a partir de ese momento.
Cuando, al cabo de un rato, ella se despertó, él ya ejercía un control total sobre sus alas. Dominaba el arte del vuelo y había conseguido merodear a sus anchas por la habitación sin tener que realizar ningún aterrizaje de emergencia. Postrado sobre el borde de la estantería observó como su mujer se levantaba y abandonaba la habitación rumbo a la cocina. La acompañó durante el desayuno y volvió a observarla mientras se duchaba, sin encontrar en ella ningún signo de preocupación. Quizá piense que he salido a comprar el pan, se dijo a sí mismo, para tranquilizarse.
Pero lo cierto es que trascurrió ese día, y el siguiente y el otro, y su mujer seguía haciendo la misma vida que llevaba hasta entonces. Como un autómata, iba y volvía del trabajo, se ocupaba de la casa y leía un rato por la noche antes de quedarse dormida. Nada que pudiera hacer pensar que una presencia como la de su propio marido había desaparecido, por completo y de repente, de su vida.
Él, resignado y triste -no sabía que su matrimonio valía tan poco-, pasaba las horas recorriendo los desagües de la casa, hasta que llegaba el momento en que se abría la puerta, ella entraba, y él buscaba un rincón para esconderse y observarla en secreto con una cierta impotencia.
Finalmente, harto de sentirse tan cruelmente ninguneado, esperó que cayera la noche para clavar su aguijón en el muslo de su mujer. Una zona que siempre le había encantado besuquear y que ahora había agujereado para descubrir un manantial del que brotaba la sangre. Borracho por la resaca de ese vino tinto, vomitó y se dejó caer, exhausto y mareado, sobre la almohada, esperando a ser descubierto por los primeros rayos del sol y aniquilado por el amor de su vida.
Que bueno Pau! Me pasaré más seguido por aquí.
Muchas gracias! Aquí te espero. Un abrazo.
Y ahora… como voy a volver a matar a un mosquito?
Abriré la ventana y que vuele… por si acaso.
Jeje claro.. por si acaso! Besos!