Llueve.
O más que doler, duele la lluvia.
Las gotas impactan con fuerza, rompiendo en mil pedazos los últimos días de verano. Las nubes, lejos de dejarse caer, parece que escupan con rabia, que tiren a dar con esa mala hostia que les caracteriza en este agosto que quiere ser ya septiembre. Como si se empeñaran en recordarnos la efímera fragilidad de la belleza que encontramos en los pequeños detalles. Ese libro que nos lleva, ese río que nos trae con su gélido punzar. Esas cosas tan livianas que solo pueden percibirse en esta época del año, cuando el tiempo tiene la habilidad de dilatarse hasta tornarse de goma. El mismo tiempo que con la llegada del otoño vuelve a contraerse con prisas, empujándonos irremediablemente a una rutina que nos espera con su habitual mala cara de mirada lánguida y morro torcido. Seguro que hasta ella misma se odia.
Llueve. Llueve en Pirineos.
Cae el agua y corre. Corre el agua por mis entrañas, inundándolo todo de una espesa amargura. Una oscura tristeza de domingo por la tarde, de cien domingos por la tarde seguidos. Corre el agua y tras su paso solo queda una profunda apnea de nostalgia en la que termino hundiéndome.
Llueve. El río desborda ya su caudal por todo el valle, mientras en el pico de la montaña resuenan las burlonas risas de unos cuervos que nos miran con una compasión camuflada de sorna. Me cuesta respirar en esta agua negra y melancólica. Salgo a flote. Me hundo y salgo a flote y noto como una mano me abofetea la cara, tratando de ayudarme.
A lo lejos veo una multitud desesperada que se agolpa frente a unos botes salvavidas. La mano tira de mí en esa dirección. No cabremos todos, pienso mientras braceo con resignación hacia una de esas barcas que prometen la salvación. Consigo subir y flotando abandonamos el valle, que desaparece tras de mí como lo haría un flan en un desagüe, con agónica pero imparable calma.
Dejamos atrás la tormenta y navegamos río abajo hasta unas aguas más calmadas. Horas después llegamos, finalmente al destino. Estoy de nuevo en la oficina. Las mismas caras, las mismas rutinas. El mismo crujir de un presente inestable que avanza con paso errático hacia delante. Busco un resquicio de pausa y tecleo:
Llueve.
O más que doler, duele la lluvia.
