Agua

A Rosita

A Rosita nunca le gustó bañarse. Sumergir la cabeza en el agua le producía una sensación de ahogo que, a través de una u otra excusa, trataba de evitar cada vez que su marido, sus hijos o sus nietos la invitaban a pegarse un chapuzón. No quiero mojarme el pelo, estoy bien en la sombra, no tengo calor. Pero su vida había sido una sucesión de concesiones, y al final siempre acababa cediendo. Sencillamente, no sabía decir que no.

Sentada bajo la sombrilla, pasa la mañana acompañando a su biznieto Javi, que le salpica desde dentro de la piscina. Tres perros corretean por el patio. Desde la cocina, en el piso de bajo, llega un aroma a verano. A pan recién hecho, al aperitivo que precede a las copiosas comidas familiares en el pueblo. Al romero de la paella. El sol calienta la cerveza que su hijo se ha dejado a mitad para acudir a abrir la puerta del garaje. Llegan sus nietas, y un par de perros más que se suman al baile de mascotas.

Hoy se juntan todos y, uno a uno, acuden a saludarla. Qué guapa estás yaya, ¿te han cortado el pelo? Mamá, di hola a las nenas. Pero ella no puede más que balbucear un sonido casi imperceptible que cada uno interpreta a su manera. Ha dicho María. No, ha dicho Marina, la más guapa. Alfonso, ha dicho Alfonso.

A ella todo esto le resulta extraño, una situación difícilmente reconocible. Los recuerdos se han ido diluyendo en un mar de bruma espesa que ahora le nubla por completo. Pero de vez en cuando, una voz, un gesto, una mirada le hacen recordar que está en casa. Y eso le tranquiliza.

Las gotas de agua que desde la piscina han ido a parar a uno de los perros y este, de un respingo, ha lanzado a Rosita, le empapan las gafas y le hacen, instintivamente cerrar los ojos.

Verano de 1992. Rosa y María, las gemelas, juegan con su hermano Alfonso en una pequeña canasta en el patio de bajo. M.ª José tiene en brazos a Pau mientras Pepe les hace una foto desde la azotea. De fondo, los obreros y Pepito, que le gusta estar en todo, estiran la jornada matinal en el patio de arriba. Acaban de comprar ese terreno con la idea de ampliar la casa por la parte de atrás, mirando a la montaña. Rosita está en la cocina. Su hija Rosa la ayuda con las verduras para la paella mientras charlan sobre cómo quedarán las obras. La idea de Pepito es dividir el espacio en un gran patio y una cochera, donde instalará un pequeño taller con herramientas y un par de caballetes para pintar. En el patio, dos naranjos que, con el tiempo, él mismo acabaría talando y, después de aplanar de nuevo el suelo, dejar el espacio completamente despejado para instalarle a su nieto una canasta. Una canasta que, años más tarde, la Rosita viuda cambiaría por una nueva, lo que le costaría una regañina unánime. ¿Cómo se te ocurre subirte a la escalera, estando sola en casa? ¿No podías esperar a que viniéramos el fin de semana? Pero como todo, lo había hecho por contentar a los demás. Los demás, no importaba quiénes, siempre estaban por delante suya.

Donde antes hubo un patio, donde hubo dos naranjos, donde en otro momento hubo una improvisada pista de básquet, hay ahora una piscina. Sus gafas siguen empañadas. Los ojos cerrados.

Verano de 1956. Normalmente, durante las vacaciones de Pepito, aprovechaban para pasar unos días en el pueblo. Este año decidieron quedarse en Valencia. Hacía apenas unos meses que se habían casado y mudado a la ciudad, y querían -o más bien necesitaban- un poco de intimidad. Entonces no se llevaba aquello de los viajes de luna de miel, y para ellos el mejor regalo que podían darse era disfrutar de una soledad en pareja que hasta entonces les era prohibida. El lastre de una sociedad que vivía sometida a la sombra de la iglesia y la dictadura, les privaba a ellos, y a tantas otras parejas de su generación, de disfrutar plenamente de su amor.

El mar. Les gustaba dar largos paseos por la zona del puerto. Sentarse y dejar los pies colgando en el borde de un muelle, viendo cómo las gaviotas descendían en picado para sumergirse en el agua y, con suerte, volver a emprender el vuelo con un botín en el pico. La playa todavía no formaba parte del imaginario colectivo como una opción real de ocio. Empezaban entonces a oírse los primeros rumores del mito de las suecas, pero lo cierto es que aún no habían llegado a España las turoperadoras, ni el cine de destape, ni el boom inmobiliario que acabaría reventando la costa en la década de los 80 y 90. La playa era un terreno por explorar para la mayoría de la población. Las ciudades todavía vivían de espaldas al mar, aún no se habían popularizado los paseos marítimos, ni los chiringuitos ni las sombrillas, y no era raro que en una ciudad como Valencia mucha gente pasara la vida entera sin haber siquiera pisado la arena de la Malvarrosa.

Ellos sí lo hicieron ese verano. En la memoria de Rosita quedaría impregnado durante muchos años ese recuerdo de la inmensa masa azul que se perdía en el horizonte, el sonido de las olas rompiendo a sus pies, la brisa que traía consigo el olor a sal, los paseos por la orilla, descalzos y de la mano. Muchas de las escenas que la pareja vivió, primero a solas y años más tarde con sus dos hijos, acabarían protagonizando algunos de los cuadros de Pepito. Cuadros que hoy cuelgan de las paredes de la casa y que, de alguna manera, contribuyen a mantener vivos esos recuerdos.

Rosita abre los ojos. Le han quitado las gafas para secar las gotas de agua. Con la mirada desenfocada, busca a Pepito en el patio. No están los naranjos, ni tampoco él. Javi ya ha salido de la piscina y los perros han dejado de corretear. Alguien le pone de nuevo las gafas y, con ellas, vuelve a tomar esa leve consciencia de sentirse en casa. Venga yaya, vamos a comer.

Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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