Se toparon por descuido en una esquina de la casa. De aquella casa inmensa, donde jugar a perderse podía resultar una fatal aventura. Debía ser media tarde. El sol se colaba, indiscreto, por las pequeñas ranuras que dejaban entre sí las cortinas del salón. Nadie, excepto ellos, que se miraban tan pronto con indiferencia como luego con pasión. Saltaban chispas. Encontraron en un pequeño desván la coartada perfecta. Un par de viejas cajas amontonadas y algún que otro trasto inservible se convirtieron en los únicos testigos de aquella tormenta de lujuria desatada.
Los ruidos mecánicos del vaivén de sus cuerpos bien podrían escucharse más allá de aquellas cuatro paredes. Pero nunca nadie sospecharía de ellos. Se movían, luchaban por encontrarse en un espacio común. Pronto el olor a chatarra inundó aquel habitáculo. A ella la llamaban «chupona». Él se había ganado a la fuerza el apodo de «apisonadora». Jugaban a imaginar, aunque no podían esconder su condición, algo triste, de meros empleados de la limpieza.
Volvieron a mirarse. Ahora esbozando una sonrisa de complicidad que pronto se transformó en un beso. Y en otros tantos. Se sabían los dueños de la casa, quizá también del mundo. Abandonaron aquel lúgubre sitio un par de horas y muchas caricias después. Con los cables enredados y algún que otro botón desencajado, él, robot aspirador y ella, aspiradora a secas, desanduvieron lo andado y continuaron con sus quehaceres diarios, como si nada de todo aquello hubiera pasado.
Pero a pesar de ese sentimiento de atracción casi incontrolable, tanto uno como la otra eran bien conscientes de que aquello no podía llevar a ninguna parte. Él, hijo de la última y más avanzada tecnología oriental y ella, criada en una familia humilde que llevaba décadas dedicándose al cuidado de aquel hogar, eran dos seres radicalmente opuestos. Y un simple enchufe o una moderna batería de litio les seguían recordando su triste origen.
Volvieron a mirarse por última vez. Segundos antes de despedirse para siempre, él abrió bien los labios, entornó los párpados y dejó escapar un susurro metálico que ella solo pudo entender como un adiós. Mientras, a sus espaldas, la televisión anunciaba el logro de un primo lejano que acababa de conquistar Marte.