Desconcertado, aturdido. De pronto me vi en un habitáculo blanco, bastante estrecho. Las paredes, agrietadas y manchadas de humedad, desprendían un olor no del todo agradable. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Qué era ese extraño lugar?
Poco a poco fui abriendo los ojos. Y con ellos el resto de sentidos. Me di cuenta de que estaba empapado. Quise secarme la cara, pero mis brazos no respondieron. En efecto, los tenía atados con cinta americana blanca. Tampoco mis piernas funcionaban. No al menos hasta que recibí un leve empujón. Me sorprendí a mí mismo andando a la pata coja por un viejo raíl que crecía con mis pasos.
Antes de sumirme en la más profunda oscuridad pude echar la vista atrás. A lo lejos, borroso distinguí a un hombre y cruzamos nuestras miradas. Vestía una bata azul grisácea. Llevaba botas negras y en la mano sostenía una herramienta metálica, cuya utilidad no supe adivinar. Cuando me dio la espalda para dirigirse a lo que parecía un centro de mando me sobresaltó un ensordecedor ruido. Fue un ruido seco, incontestable. Y tras de él, el silencio.
De nuevo otro ruido. Este crecía tímido pero constante. Provenía de una máquina, de eso estaba seguro. Sonaba como el motor de un gran rodillo. Y no me equivoque. Cuando quise darme cuenta, lo tenía ante mí. Un rodillo gigante, de colores vistosos, que me miraba desafiante mientras giraba a toda velocidad. Unas luces, como flashes, me cegaron. Cerré los ojos y encogí todos los músculos del cuerpo. Me pasó por encima, con tal contundencia que quedé prácticamente inconsciente.
La lluvia volvió a despertarme. Esta vez venía acompañada de una especie de ácido que escocía ferozmente. Pero el agua, una vez más, calmó todos mis males. A pesar de ese momentáneo alivio, un segundo rodillo, primo hermano del anterior, acabó por completo con lo poco que quedaba de mi. Así que me limite a soñar y dejarme llevar. Y soñé con un pulpo gigantesco que se abalanzaba sobre mí y me cubría con sus feroces tentáculos.
Desperté en una habitación oscura. La poca luz que había iluminaba ahora unas paredes negras, también sucias y malolientes. Avanzaba despacio, guiado por aquel carril, que intuí seguía siendo el mismo. Cuando llegué a la mitad exacta de aquel cubículo tétrico y apestoso, otras máquinas, estas mucho más ruidosas, hicieron su aparición en escena.
Levanté la vista y pude distinguir encima de mí un ejército de mangueras dispuestas a atacarme. Comenzaron a rugir, y sin piedad me sacudieron con una tormenta huracanada que me dejó aún más confundido.
Otro leve empujón sirvió para seguir avanzando. La luz del sol me azotó directamente en los ojos. Caminaba con paso vacilante hacia lo que esperaba fuera la salida de aquella angustiosa pesadilla. Al fondo del pasillo me esperaba, con una radiante sonrisa, el mismo hombre del principio.
Al verme llegar, se levantó la gorra con gesto de complicidad. Me liberó los brazos de esa maldita cinta. Secó con cuidado las partes de mi cuerpo a las que aquel viento huracanado no había alcanzado. Y sin desdibujar de su rostro esa inquietante sonrisa, antes de despedirse, me entregó un papel en el que se podía leer:
Lavaderos Rodríguez
Gracias por su visita