La sobremesa, ese extraño intervalo de tiempo que transcurre justo en el momento del día en que la comida pesa tanto como los párpados de los ojos, viene marcada por el último sorbo que damos a la taza de café. En ese mismo instante, un inminente sopor se adueña de nosotros, obligándonos a tomar el sofá tan pronto como podamos librarnos de las tareas domésticas.
Ya en él, poco a poco y de manera inconsciente, adoptamos una postura cada vez menos protocolaria. El hecho de subir los pies a la mesa es un claro indicativo de que nos disponemos a dormir la clásica siesta. Este rictus, casi mágico y habitual en cualquier casa de vecino, consiste en dormir, a poder ser en voz alta, hasta que alguien viene a arroparte o bajarle el volumen al televisor. El caso es dormir poco y, sobretodo, mal.
Hay quien (y esto resulta especialmente raro y sospechoso) es capaz de hacerlo en silencio. Pero la norma general dictamina que se debe roncar, y cuanto más mejor. La tele es un elemento imprescindible a la hora de llevar a cabo esta actividad. Muchos prefieren recurrir a lo más fácil: los documentales de la 2 aseguran un sueño placentero y profundo. La voz en off pausada y dulce, y el suave movimiento del halcón que planea en busca de su presa harán que caigas rendido antes incluso de que éste haya empezado su particular banquete.
No obstante, resulta especialmente llamativo, y a veces incluso de mal gusto, aquellas personas a las que les gusta dormir acompañados. Por lo general, buscan un cómplice al que proponen ver una película. Además, suelen ser ellos mismos quienes elijen el título. Y, justo cuando acaban los títulos del inicio, te percatas de que se encuentran en estado de trance. Pero este primer sueño es engañoso, pues si intentas cambiar de film, se despiertan amenazantes. Así que debes mirar la película de principio a fin. Eres incapaz de cerrar los ojos, y a medida que transcurre la trama, los ronquidos son cada vez más sonoros. Sin embargo, aguantas porque, al fin y al cabo, la historia ha conseguido engancharte. Pese a ello, de forma casi matemática y debido a un extraño fenómeno que nadie alcanza a comprender, el reloj biológico de tu compañero marca la hora a pocos minutos del final. Se despierta aturdido, e inocentemente pregunta: “¿qué ha pasado?”. Procuras contener la ira, te armas de paciencia y no dejas que la situación te sobrepase. Con toda la buena intención, y sin dejar de prestar atención a la pantalla, tratas de exponer en una buena sinopsis lo acontecido hasta el momento. Sin omitir ningún tipo de detalle, caes en la cuenta de que ha vuelto a dormirse justo cuando los créditos marcan el final de la película.
Algo irritado te levantas del sofá y te diriges a tu habitación. Sentado ante la pantalla del ordenador, al menos tienes una buena excusa para escribir el artículo de este mes. Pero de nuevo aparece esa bestia insaciable, el dormilón de siesta por excelencia y, con una sonrisa maléfica, se atreve a decir: “Pues al final me he dormido un ratito… Mañana la volvemos a poner, que me he quedado a mitad”. Suspiras, qué remedio.
Soy de aquellas personas a las que, ni les gusta la tortilla de patatas, ni tienen la costumbre de dormir la siesta después de comer. Por ello, a veces dudo de mi condición de persona humana. Aunque, pensándolo bien, quizá sea preferible así. La sobremesa suele convertirse, y más en verano, en el momento más insoportable del día. Lo bueno es que con suerte, y sin recurrir a Morfeo, puede aprovecharse para descubrir que la siesta es sólo una excusa más que algunos utilizan para sacar de quicio a propios y extraños.
Somos personas humanas, lo que ocurre es que aprovechamos la sobremesa para cosas con más fundamento que maldormir, algunas incluso realmente de interés para el cuerpo y la mente.
Ramón Barreiro.