Pocos días después de que comprara el billete de avión para las que iban a ser sus primeras vacaciones en años, cayó como una losa la noticia de un peligroso virus que empezaba a propagarse desde China. La alarma todavía no era tal, pero él, que siempre se había considerado un hombre prudente, se dejó guiar por las recomendaciones de los medios de comunicación -un tanto alarmistas, pensaban muchos, en aquel primer momento-, y canceló el viaje.
Pasaron las semanas y las inofensivas conjeturas se convirtieron en cifras reales de gente que perdía la vida por complicaciones derivadas del virus. Un virus tremendamente contagioso que se propagó rápidamente por todo el mundo y que trajo consigo una cuarentena que duró meses.
A pesar de ello, ese vuelo que él tendría que haber cogido, se produjo en un momento en que las autoridades aún no eran del todo consientes de la gravedad del asunto y ningún gobierno se atrevía a tomar medidas lo suficientemente contundentes.
Al baile de muertes que seguía creciendo cada día se sumaron las decenas de bajas por un tremendo accidente de ese avión que nunca cogió. El destino quiso regalarle ese cuestionable guiño a cambio de sus vacaciones, que ese año tampoco llegarían.
La noche en que se enteró de la trágica noticia le costó conciliar el sueño. Si no fuera por aquel caprichoso virus, habría tomado el avión y ahora estaría muerto. Pero peor fue al día siguiente, cuando al llegar a comisaría le comunicaron que formaría parte del equipo que iba a investigar el caso. La identificación de las víctimas y, especialmente, la labor de comunicar la triste noticia a las familias era, con diferencia, lo que más odiaba de su trabajo.
Aquella tarde, mientras repasaba en el expediente el listado de pasajeros facilitado por la aerolínea, no pudo evitar detenerse en la ficha del viajero del asiento 7B. La que debía haber sido su plaza fue ocupada por un hombre de mediana edad que parecía mirarle desde el otro lado de aquella foto de carnet en la fotocopia de su DNI.
Fue todo muy rápido. Al poco, cuando el forense cerró el informe, el primer sitio al que se dirigió fue al domicilio de la persona que, de alguna manera, consideraba su alter ego. Vivía en su misma ciudad, y no solo eso, sino que lo hacía en el barrio en el que él se había criado, a unas pocas manzanas de la casa de sus padres. El sentimiento de extrañeza no podía ser mayor.
Cuando al otro lado de la puerta, una figura femenina delgada y frágil se asomó temblorosa, ni siquiera hizo falta mediar palabra. Al ver su uniforme, ató cabos rápidamente y la ya entonces viuda se derrumbó y rompió a llorar desesperadamente. Él trató de consolarla como buenamente pudo. Una situación por la que, a lo largo de su amplia trayectoria, había tenido que pasar en incontables ocasiones, y a la que nunca acababa de acostumbrarse.
Una vez más, el destino apareció, esta vez en forma de pasión. Las lágrimas de la viuda pronto se tornaron en un cálido abrazo, el abrazo en llanto seco, y ese silencio en deseo. Mientras los dos cuerpos, el de la viuda y el del hombre que, en cierto modo, reemplazaba a su marido, jadeaban, él no pudo evitar sentir una ternura que, más allá del fervor del momento, parecía haber estado siempre presente entre esos dos completos desconocidos. O quizá no lo fueran tanto. Como si, en realidad, ese cuerpo que ahora tomaba hubiera sido suyo desde mucho antes de comprar aquel billete.
Siguieron viéndose con asiduidad tiempo después, y lo cierto es que él se convirtió en un apoyo fundamental de ella durante las difíciles semanas de duelo, hasta el punto de hacerla olvidar por completo a su marido, como si nunca hubiera existido.
Envejecieron juntos. Estaba a gusto en su nueva vida, una vida que se negaba a abandonar porque sentía que le pertenecía más incluso que la suya propia. Nunca le confesó que él debió haber sido el pasajero del asiento 7B.
Él murió antes. Lo hizo infectado por un virus que, si bien parecía mitigado desde hacía años, nunca había dejado de existir.