Llueve. Y sobre un charco de aceite caen, con la cadencia perfecta de un metrónomo, las gotas de una gotera que alguien debió haber arreglado hace tiempo. Al fondo, recostado sobre la mesa, nuestro protagonista se masturba en silencio, pasando las acartonadas páginas de esa revista en la que sustituyó todas y cada una de las caras de las chicas por la de su ex mujer. Esa mujer que un día cualquiera encontró en la cama con otro hombre cualquiera.
El amarillento cristal de la cabina -traslúcido, casi opaco- es el único sustento que le separa y guarece del resto del mundo. La tele -una de esas pequeñas teles cuadradas con una antena que muestra o no la imagen en función de una caprichosa y azarosa posición que casi nunca acierta a adivinar- ofrece los voluptuosos pechos de Maria Antonietta Beluzzi en la mítica escena de Amarcord. Todo ayuda, pero nada importa. Él sigue prefiriendo su mirada.
Sobre las tres paredes restantes (recuerden que una se tornó inhábil con la llegada del cristal), cuelgan un calendario, una estantería con los archivadores donde se recogen todos los datos de los clientes, la máquina de fichar que cada día lo recibe impertérrita y que le fija la mirada en el cogote al acabar su jornada, y un reloj que se detuvo hace meses. Junto a él, la puerta.
Tres pasos de largo y dos de ancho. Eso mide la pequeña celda en la que pasa cada noche repasando de memoria películas que ya ha visto, resolviendo los sudokus de los periódicos que esperan en una esquina a ser utilizados para cubrir alguna mancha de aceite o estropicio similar, y ahogando sus penas en esa estúpida manía onanista que le invade justo después de la cena y justo antes del sueño.
Horas más tarde, al abrirse la persiana metálica que da al exterior, descubre con los ojos achinados que ya es de día. Aparece entonces –con paso firme y ligero- nuestro segundo protagonista. Un hombre de negocios con impolutas vestimentas y perfume del caro al que la cámara sigue en un plano secuencia hasta el maletero de su BMW, donde postra con sumo cuidado el maletín y el abrigo. El mismo guiño de ojo de cada día, tan forzado como siempre, acompañado de una falsa mueca con los labios y un sonoro acelerón que reclama medio depósito de gasolina antes de enfilar la rampa y abandonar la escena.
La persiana no llega a cerrarse del todo cuando aparece ese matrimonio de padres primerizos cuya rutina parece haberse asentado peligrosamente en la discusión. Una discusión que no falla a su cita en una mañana como esta, en la que seguramente todo marcha mal, incluso desde antes de salir de casa. En un segundo plano, la criatura camina cabizbaja con una mochila que le dobla en peso y en tamaño, ajeno a todo cuanto acontece más allá de medio palmo por afuera de sus castigados hombros.
Y así, uno a uno, van desfilando por delante de sus ojos las vidas de todos los personajes de esta escena de la que ni el mismísimo Woody Allen sería capaz de sacar provecho. Él los mira con indiferencia, desde el otro lado del vidrio que hace a su vez de pantalla sobre la que se proyecta un único canal. Ojalá pudiera cambiar de emisora, piensa cuando, de pronto, aparece el último personaje de este relato.
Él mismo, con algunos kilos y años menos, pelos y entusiasmo de más. Su otro yo. El yo del turno de mañana cuya presencia le indica que ha acabado otra tediosa jornada laboral. Al salir resbala con el charco de agua y aceite que la gotera ha ido generando durante toda la noche.
Afuera de ese garaje ha dejado de llover.