Solo le quedaba un cigarrillo. Ese cigarrillo que había guardado en el bolsillo de la chaqueta la noche anterior, a sabiendas de que sería el último.
Salió al patio. Hacía un día radiante. Se sentó en el mismo banco de siempre y repasó con cierta nostalgia cada rincón de aquel lugar que conocía de memoria.
La primera calada fue tan intensa que la ceniza retrocedió rápidamente y cayó sin remedio al vacío. La última, tan larga que impregnó cada esquina de su alma.
La colilla murió en la punta de su bota. Él regresó sin prisa a la celda, donde esperó la llamada del verdugo.