Se conocieron en Taiwán. Cierto es que aquella lúgubre fábrica no era el escenario ideal para iniciar una historia de amor como la suya, pero en cuanto se vieron por primera vez supieron que estaban hechos el uno para el otro.
Juntos viajaron a Europa, donde fueron a parar a los pies de un joven periodista. Cada día a su lado deparaba una nueva aventura. Entrevistas con personajes a los que habían admirado, estrenos de obras teatrales, conciertos, reportajes cuya intensidad narrativa les dejaban exhaustos… Pero ellos siempre al margen, atrapados en la oscuridad de un silencio hueco que retumbaba con cada pregunta. Con cada suave pitido de la grabadora que marcaba el inicio de una nueva conversación de la que ellos nunca formaban parte.
Pareja. Así eran considerados por todos y así se hacían llamar cuando alguien preguntaba por ellos. Pero realmente no lo eran. Nunca lo fueron y nunca llegarían a serlo. Su vida, aunque aparentemente tranquila, difícilmente podría ser peor que la de otros compañeros de viaje como los calzoncillos o la siempre despreciada camiseta interior, condenados ambos a formar parte del maldito cesto cada noche. Igual que ellos, aunque al menos -eso sí- se tenían el uno al otro.
Durante el día a día podría decirse que llevaban una relación a distancia. Separados por apenas unos cuantos centímetros, nunca llegaban a rozarse. Se intuían al pasar de atrás para adelante, siempre con prisas, sin ni siquiera tener la oportunidad de verse. Pasaban la noche, en el mejor de los casos, olvidados en cualquier rincón. A veces pendiendo con riesgo del filo de la mesa, otras -con suerte- tirados directamente en el suelo. Como dos pobres despojos que, tras haber cumplido con su cometido, eran despreciados con desdén.
Pero lo peor era sin duda aquel frío y negro agujero que solían visitar con cierta asiduidad. Una auténtica pesadilla en la que, mareados, perdidos, daban vueltas sin rumbo ahogados en un espeso mar de suavizante y gel. Al tocar la señal salían, casi siempre aturdidos por tantos vaivenes y revolcones, y rezaban para verse juntos colgados de un hilo, donde deberían soportar la presión de un trozo de plástico y, en la mayoría de las ocasiones, el gélido viento de aquella ciudad. Pero rara vez había suerte. Así que todo cuanto podían hacer era mirarse con resignación y esperar ese mágico momento en que -ahora sí- pasarían unas cuantas noches abrazados en el más absoluto silencio del primer cajón.
Habían pasado los años y aquel joven periodista ya no lo era tanto. Como tampoco lo eran ellos. Agrietados por la vida se resistían a dejar de cumplir la función por la que habían sido concebidos. Aunque nunca lucían ni la mitad que sus colegas, eran la primera y última pieza de ropa que rozaba su cuerpo, además de un elemento totalmente imprescindible en cualquier atuendo, al margen de todas modas. Y de eso habían estado siempre bien orgullosos.
Aquel día empezó como todos y acabó de la manera más fatal que pudieran imaginar. Tras el trasiego, el sudor y la noche prácticamente en vilo, esperando que el perro no descargara una vez más su rabia contenida contra ellos, llegó el momento de entrar en el agujero, donde se vieron por última vez.
Había salido el sol y una suave brisa bailaba suavemente con cada pieza de la colada. Excepto con él, que se resistía a hacerlo, fruto de una preocupante inquietud que lo atormentaba por dentro. Luchando ferozmente contra el plástico y su muelle, trataba de encontrar a su compañero. No hubo éxito.
En la cama esperó sin suerte ese abrazo que nunca llegaría. Allí estaba, paradójicamente rodeado y a la vez profundamente solo. La desesperación se fue para dejar paso a la sumisión en el momento comprendió que se había convertido en aquello que tanto había temido.
Un triste y solitario calcetín desparejado.
Todos los días hay un calcetin desparejado, sin ir mas lejos, tengo ahora mismo encima de mi cama uno azul y otro negro sin sus parejas.
Me has fastidiado, a partir de ahora no solo veré calcetines desparejados, vere tristes calcetines solitarios… y yo triste también.