Recuerdo como si fuera ayer mismo la primera vez que la vi. Ella era un bebé al que su madre sostenía en brazos. Las dos, sentadas al pie de la cama, me miraban en silencio. No sabría decir con certeza cuánto duró aquel instante, pero para mí fue eterno. Ese momento, esa imagen congelada, quedó grabada en mi memoria y todavía hoy veo sus ojos en los tuyos.
Creció, y pronto construimos un vínculo especial. Un vínculo que, pese a todo, sufrió algún que otro desgaste, especialmente durante su adolescencia. Desgastes que dejaron sus huellas en forma de cicatrices.
Tenía catorce años cuando le mentí por primera vez. El primer desamor fue tan amargo que tuve que regalarle su mejor reflejo para tranquilizarla. Ahí empezó todo. Comenzó a crecer el hueso podrido de una fruta que le fue comiendo por dentro hasta convertirla prácticamente en una débil semilla. Ni siquiera yo la reconocía.
Cada vez que volvíamos a vernos, quizá por miedo a empeorar la situación, volvía a mentirle. Sus pómulos deshidratados acuciaban más si cabe una mirada que me pedía a gritos socorro. Desesperada, buscaba mi complicidad; y siempre la encontraba, aunque fuera de la peor de las formas, avivando el fuego de una enfermedad maldita que seguía amenazando con acabar con ella. Con nosotros, y con ese lazo que creíamos irrompible.
No, no llores. Lo superamos. Superamos esas y muchas más complicaciones que vinieron luego, con el tiempo. Con la vida.
Llegó él, y llegaste tú. Pero eso fue más tarde. Volvamos a ella.
Cuando se marchó me sentí solo, como si una parte de mí se hubiera ido con ella. Pasaba las horas, los días, las semanas, mirando esa cama vacía que dormía cada noche conmigo, en la complicidad del silencio más oscuro.
La primera vez que regresó lo hizo siendo una mujer. Vino sola, con prisas. Su madre acababa de faltar y lo único que quería era cerrar esa herida, dejando atrás la casa y, con ella, tantas vivencias y recuerdos. Incluido el mío. Pasó por mi lado y ni siquiera me vio. Creo que tampoco percibió mi presencia, y se marchó tan pronto como había venido.
Pasó mucho tiempo hasta que volví a verla. La casa estaba en venta. Lo supe porque escuche cómo se lo contaba desde la entrada a unos posibles nuevos inquilinos. Aquella vez parecía estar más calmada. Entró en su habitación, donde yo la seguía esperando desde hacía muchos años. Y me miró.
La miré, y en ella vi aquellos ojos inocentes que cada noche me susurraban sus más profundos secretos. Vi a una mujer mayor, una anciana que conservaba intacta la esencia de aquel bebé. Las arrugas habían encontrado su camino, trazando surcos en una piel tersa que acabó por ceder, pero que guardaba consigo décadas de vivencias y experiencias que solo ella y yo conocíamos.
No volvimos a vernos.
Hoy te veo a ti. Te miro, y vuelvo a verla a ella. A esos ojos, a los ojos de la niña que algún día fue.
Este viejo espejo que hoy te habla tan solo espera ser para ti lo que algún día fue para ella. Para tu madre. Mi niña.