En aquella fría noche de enero, una intensa luz iluminaba de forma intermitente el mar, que parecía responder con fuerza a cada fogonazo amarillo, haciendo romper sus olas contra esas piedras milenarias. A la luz, las olas. Y a la oscuridad, tan solo el ruido lejano del soplar del viento.

El reloj, quizá averiado, marcaba dubitativo las tres de la madrugada. Pero poco importaba. La brisa se colaba con descaro por cada rendija, trayendo consigo un desagradable silbido que inundaba cada rincón del habitáculo. La mesa, repleta de polvo, sostenía a duras penas algunos libros que esperaban sin suerte un lector ávido de historias. Historias que hablaban de ese feroz mar, de un valiente marinero y puede que también de un misterioso animal que sembrara el terror en las aguas.

Las bisagras oxidadas del ventanal finalmente cedieron ante la insistencia del viento. El fuerte soplo levantó aquella tapa de cuero, dejando desnudas las primeras líneas del relato.

Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo…

Mientras las primeras gotas anunciaban la inminente llegada de la tormenta, esa luz amarillenta seguía bailando, siempre al mismo ritmo, con la misma cadencia, como si sonara en bucle una melodía que solo el faro podía escuchar.

En uno de esos vaivenes lumínicos, una oscura figura se distinguió a la lejanía, fundiéndose con el horizonte mientras la lluvia caía, ahora con convicción. La luz y las gotas mostraban por momentos lo que parecía ser un gigante pesquero de los que rara vez se veían por aquellas aguas.

La enorme nave encendió su foco, dirigiéndolo hacia el faro en señal de saludo y, sin más, cambió su rumbo esquivando la tormenta, las olas y la piedra.

En el faro, donde debiera estar él para devolver la señal, un ordenador seguía marcando en silencio y sin descanso el justo compás de la luz, que no paró de bailar en toda la noche.