Hace aproximadamente diez mil años, cuando la especie humana afrontaba el importante cambio de convertirse en una sociedad agrícola-ganadera, con la consiguiente aparición de los excedentes de producción y el trueque, pocos o ninguno de aquellos seres neolíticos podrían imaginarse que en un futuro muy lejano, en el que el Internet de las cosas gobernaría la vida de unas personas que poco tenían que ver con ellos, aquel eficiente sistema de intercambio de bienes evolucionaría hasta lo que hoy se conoce como economía colaborativa.
Diez mil años no alcanzan a ser ni siquiera un suspiro si los comparamos con la historia del universo. Y en este relativo corto periodo de tiempo, aquella alfarería que comenzaba a desarrollarse en la Edad de Piedra ha evolucionado hasta lo que hoy llamamos robots de cocina. Del mimbre a las fibras de nylon. De las primeras hachas a las guerras inteligentes. De las danzas rituales a la música de reggaetón. De las pequeñas ciudades al imponente Burj Khalifa de Dubai.
En los pequeños mercados, nuestros antepasados intercambiaban lana por madera y carne por herramientas. Ahora, inmersos en una gran crisis económica -término que debiera aparecer miles de años después-, las personas comparten coche para viajar, viajan a casas que no son suyas, y reciben en sus jardines a completos desconocidos a cambio de un vaso de zumo.
Habrá quien piense que con la economía colaborativa recuperamos la esencia más pura de aquella época lejana. Serán, seguramente, los acompañantes del asiento trasero del coche los que crean que este truque moderno es tan inocente como aquel primero. Pero puede que la empresa que está detrás de ello, que cobra un euro a cada uno de estos aventureros 2.0 y que invierte millones en publicidad, no sea tan ingenua. Como tampoco lo debe de ser quien, haciendo cálculos, llega a la conclusión que viajando un par de veces cada día puede sacarse una más que aceptable nómina como taxista pirata.
Y es que con lo que no contaban nuestros abuelos del neolítico era con la pillería de sus descendientes. Aquella idea romántica del trueque murió con la llegada del dinero. La avaricia, sentada en el asiento de algún coche compartido, convirtió nuestra historia en una triste involución.