El viaje

Era una noche del mes de julio, pero podría haber sido cualquier otra. El calor abrumador que venían soportando desde su travesía por el desierto y el cansancio de aquel largo viaje que comenzó hace ya dos semanas con una amarga despedida, se esfumaron de inmediato con la primera brisa que llegó del mar. Ese olor a sal era el olor a victoria y libertad del que tanto habían oído hablar.

Llovía, como llueve en esos días llamados a marcar un antes y un después en la vida de las personas. Llovía como cualquier otro día de tormenta extraviada en medio de un caluroso verano. Y mientras llovía, las gotas que caían con fuerza bailaban con el sudor que se deslizaba poco a poco por sus cuerpos. Y ese ruido seco de tormenta se mezclaba con sus cánticos triunfales, salidos de gargantas que aún tenían fuerzas para celebrar que habían ganado su primera batalla. En el mar, un mar que se rompía en mil pedazos con el impacto hueco de cada trueno, les esperaba la segunda.

Embarcaron de noche, con prisas y con una extraña sensación confrontada entre el miedo y la ilusión. Allí no hubo ningún adiós, ninguna mano agitándose lentamente a sus espaldas. Ni nadie que llorara su marcha. Por eso no miraron atrás. Sabían que nunca más lo volverían a hacer.

Poco a poco, la euforia fue dejando paso a la expectativa, y más tarde al más oscuro de los terrores. Más negro incluso que el de aquella noche, solo perturbado por un tímido foco que alumbraba las olas que pisaban. Instintivamente, en esa neblina ciega, sus manos se buscaron y se agarraron con fuerza. Decenas de manos unidas por un mismo sueño. Cerraron los ojos y permanecieron en silencio el resto del trayecto.

Algunos, quizá los más pequeños, consiguieron dormir. Soñaban que viajaban en un barco con un amplio salón de moquetas rojas, como el que algún día vieron en aquella famosa película americana. Justo en el centro de esa imperial estancia, los tacones y las faldas danzaban al ritmo de una música alegre pero elegante. Unos metros más arriba, en el techo, la gigantesca lámpara dorada presenciaba la escena. La gente, alegre, brindaba, fumaba y bebía.

Los que permanecieron despiertos sabían que en el negror de la noche no había orquesta, ni salón, ni cóctel. Solamente ellos, el mar y la tormenta. El ruido despiadado de los truenos se encargaba de recordarles que seguían allí,  y, donde debiera estar esa lámpara, los rayos descargaban su ira contra un agua cada vez más salvaje.

Lo primero que notaron al naufragar fue el helor del mar. Y justo unas décimas de segundo más tarde, su fuerza. Allí, en algún punto inconcreto a escasos metros de la costa, murieron. Murieron tras una larga lucha por sobrevivir, vaciando sus fuerzas ante un agua que los devoraba sin piedad.

Después de un viaje que había durado toda una vida, el destino quiso arrebatárselo todo mientras ansiaban acariciar la arena. Como un relámpago, con la misma fuerza, la misma crueldad, la misma rapidez. Como aquella tormenta. Así acabó su sueño.

Ya de día, mientras los servicios de rescate hacían lo posible por recuperar los restos de decenas de vidas rotas, más allá, en aquella costa a la que debían haber llegado, muchas familias se agolpaban para despedir a los suyos. Cientos de cruceristas cargaban sus maletas en el barco más grande que jamás se recuerda, rumbo a cualquier paraíso, ajenos a todo cuanto pudo pasar aquella noche. Y en la televisión, más distante todavía, un sinvergüenza trajeado hablaba de no sé qué derechos, de no sé qué limpieza, y de no sé qué invasión.

Al otro lado del estrecho seguía lloviendo.

 

Inmigración

Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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2 respuestas a El viaje

  1. adablanes dijo:

    Hacía tiempo que no te leía pero me sigue encantando como escribes 🙂

  2. Ramón Barreiro dijo:

    Viaje sin retorno y sin final…

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