A mi yaya. A mi yayo. Y a todas las yayas y yayos
Recuerdos, como las piezas desordenadas de un puzle. Había pasado tantas horas en aquel salón, mirando fotos antiguas de la familia, inventando historias con juguetes olvidados de su infancia, leyendo sin orden viejas cartas, creyendo que el tiempo nunca atravesaría aquel fortín, blindado frente al paso de los años. Bastaría con recordar esos momentos para congelar el reloj en un instante eterno: y se vio a sí mismo apilando coches de metal mientras su padre lo grababa con esa joya que fue la Súper 8, recordó las carreras por el pasillo con su patinete, los tiros a canasta bajo un sol abrasador, las tardes de piscina con su hermana, las siestas de verano, las cenas a la fresca en la puerta de la casa, el olor a romero del monte, a azahar de aquel camino a la entrada del pueblo, a pan recién hecho en la cocina. El sabor del arroz de los domingos, el escozor del agua helada cuando el calor más quemaba, las frías tardes paseando en Noche Buena, los naranjos en el patio, las tejas coloridas del resto de casas vistas desde lo más alto de la azotea, el vuelo alocado de los palomos y sus colombaires, los tiros huecos con que rugía la montaña, el camino al cementerio buscando caracoles los días de lluvia, el silencio de las noches más tranquilas del mundo. Recordaba, por supuesto, aquellas ávidas meriendas, compartiendo churros y chocolate al calor de la chimenea, en la mesa camilla del salón. Los silbidos ensordecedores de su abuelo, sus dibujos en libretas repletas de garabatos. No podía olvidar tampoco los rincones de la casa: la oscura y temible despensa que en su interior albergaba montones de delicias, el hueco inhóspito de la lavadora, las habitaciones vacías, llenas de muebles huecos, en el piso superior, el trastero con todos aquellos objetos que desde hacía años creía perdidos, las mecedoras gemelas al pie de la escalera, la parte de atrás de la palmera a la que solo él podía acceder, el escondite en la cochera. Y recordaba también todas aquellas caras que le habían acompañado desde siempre, pero las recordaba con el mismo semblante con que ahora las veía en vídeo, en ese viejo vídeo que logró parar el tiempo para siempre.
Pero recordaba todo esto con un único propósito. Contarlo, escribirlo, hacerlo imborrable. Solo por si algún día le viene también a él a visitar ese cruel monstruo que prohíbe recordar.
Ojalá podamos siempre recordar, siempre.. Y disfrutar, con nostalgia y añoranza, de los recuerdos de siempre.