Siempre lo he pensado. No hay nada como morirse, especialmente si en vida has sido alguien importante. Todas tus penurias -si es que las hubiera- quedarán ocultas en cuestión de minutos tras un manto de elogios, tristeza y mensajes de dolor de cientos de desconocidos que llorarán tu falta. Al menos durante las primeras horas que sigan a tu muerte.
Los periódicos escribirán sus páginas recordando tus logros, en las radios y televisiones los tertulianos de turno se llenarán la boca diciendo lo bueno que eras. Tus enemigos serán ahora tus mejores aliados. Estarán a tu lado porque, en el fondo, lo más importante es salir en la foto. Muchos otros, que ni siquiera te conocieron, se sumarán a una fiebre enfermiza de condolencias y luto.
Habrá también aquel a quien no esperabas ni en tu propio funeral. El mismo que te criticó en vida, ese maldito oportunista que aprovechaba la más ridícula ocasión para malmeter de ti y de tu entorno. Un impresentable Salvador Sostre que todavía aún tiene la poca vergüenza de sumarse al carro de los dolores. Y de aprovechar su columna, podrida de hipocresía, para recordar alguno de los episodios más duros para ti. ¿Qué necesidad había?
Yo no te conocí, Tito. Tan solo fui un barcelonista más que disfrutó con el fútbol de aquel Barça que hoy parece tan lejano. Cogiste el testigo de tu amigo Pep y mantuviste el listón muy alto. Solo alguien como Sostres podría ver más allá en un momento como este.
Pero ya, qué más da, únicamente quienes de verdad te quieren seguirán recordándote cuando se acaben los temas para reportajear tus éxitos. El resto, aquellos que lo mismo lloraban por los Suárez, García Márquez, Aragonés o Mandela -y véase aquí la disparidad de perfiles-, volverán a ti solo cuando la televisión lo dicte.
Genios, héroes o villanos en vida, todos serán protagonistas de un tan masivo como efímero hashtag de despedida.
¡Que razón tienes!, Pau… La muerte y la vida son así…
Siempre es y será así, el más villano pasará a ser el más héroe.