Corría el prometedor año 2008. Pocos meses antes de que Barack Obama se proclamara como el primer presidente afroamericano de los Estados Unidos, muchos kilómetros más allá de Washington, en España, una ambiciosa ciudad daba sus primeros pasos para convertirse en icono mundial. Valencia también quería hacer historia.
Fue un agosto muy caluroso en la ciudad. El Papa Benedicto XVI ya había dado su bendición a nuestro particular mausoleo, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que se alzaba imponente desde principios del nuevo siglo. Pero aquel mes de agosto la multitud se congregaría apenas unos cuantos metros más allá, a orillas del mar, junto al puerto.
Ecclestone y su tropa llegaban a nuestra Valencia con aires de grandeza. Desde casi cualquier punto de la ciudad se podía escuchar el rugir incesante de sus motores, el aletear de las alas de unos helicópteros que no perdían detalle, el murmullo de una masa expectante, ensimismada y pletórica por lo que debía llegar.
Las cámaras nos contaron el triunfo de Felipe Massa, y el fracaso del nuevo aunque decepcionante Renault de Fernando Alonso. Filmaron cómo los coches tomaban la curva del puente en pleno centro del puerto, cómo afrontaban la recta final acariciando la playa de Las Arenas, tomaron imágenes aéreas, planos que sobrevolaban l’Hemisfèric, que hacían zoom a un palco orgulloso de acoger a los más ilustres personajes del momento.
Pero lo que los objetivos no pudieron ver fueron aquellas pequeñas casas que, tras las gradas del circuito, permanecían tapadas, calladas y bien calladas, bajo una grandísima lona publicitaria. Ni el Cabanyal ni el Nazaret estaban invitados a aquella fastuosa fiesta privada.
Hoy, unos cuantos años más tarde, leemos en prensa que George Clooney será el protagonista de unos estupendos planos en la ya archiconocida Ciudad de las Artes y las Ciencias. Él poco tiene que ver con el bueno de Bernie, pero seguro que en su película tampoco aparecen las baldosas podridas del Museo de las Ciencias, el techo inacabado del Ágora, los peces mareados del Oceanogràfic, el agujero económico del puente de Calatrava… La única diferencia es que ya hace bastante tiempo que Valencia ha dejado de ser aquella prometedora ciudad que soñaba con aparecer en los periódicos para convertirse, ahora sí, en la verdadera líder, la referente, la punta del iceberg de un país manchado por la codicia y la corrupción.
Podemos estar orgullosos. Y es que el objetivo está más que logrado. Al menos en algo somos los mejores. Estamos en el mapa.