España ya no es El Dorado, titulaba esta semana un periódico, entre lágrimas, haciendo referencia al descenso de la población debido al éxodo masivo de inmigrantes, que vuelven ahora a sus países al no haber encontrado en la tierra prometida las oportunidades que buscaban. Y es cierto, España ha dejado de ser aquel país de ensueño, aquel lugar de esperanzas y libertades que crecía a un ritmo vertiginoso. Tan bien nos iba que incluso podíamos permitirnos el lujo de dejar los trabajos más odiados en manos de esta gente que llegaba dispuesta a todo. Y quizá gracias a ellos se sostuvo nuestra economía durante tantos años de aparente bonanza.
Conocimos a Gabi un sábado cualquiera. Era el camarero de un pequeño bar cuyo mayor atractivo era el precio de los botellines de cerveza. Sucio y descuidado, el local no reparaba en detalles. Tres mesas rotas y algunas sillas cojas eran mobiliario más que suficiente para reunir cada noche las mismas caras de siempre. Aquel iluso que veía pasar sin suerte las cerezas en la máquina tragaperras, esa señora que sentada de espaldas nos miraba con deseo, y nosotros, comiendo cacahuetes y arreglando el mundo con un par de birras.
Él, que apenas sabía hacer un par de chistes en nuestro idioma, pasó a ser con el tiempo el verdadero motivo de nuestras visitas. Ahora se ha convertido tristemente en un mero número. Otra cifra a sumar a las más de 200.000 personas que han abandonado nuestro país debido a la crisis. Gabi, así llamábamos también al bar, cerró hace unas semanas, y desde entonces no hemos vuelto a saber de él. Un frío cartel de «Se alquila» preside hoy el local, ya vacío. Me pregunto si en el avión de vuelta a casa habrá coincidido con algún otro pobre emigrante, algún duque, empalmado o envainado, pero eso es lo de menos…