¿Oíste el último disparate de los japoneses?, le preguntó Emilio a su compañero, mientras permanecían sentados en aquella gélida sala de espera, viendo pasar los minutos aguardando a ser atendidos por el doctor. A lo lejos resonaban las agujas de un reloj que se debatía entre seguir marcando la hora o detenerse para siempre.
Resulta que el ministro de finanzas, continuó Emilio, nos ha pedido a nosotros, los ancianos, que vayamos muriéndonos rápido, en la medida de lo posible. Que la atención médica no da para más y que no pueden permitirse el lujo de atenderlos a todos. ¿Eso dijo?, contestó Antonio, con la mirada fija en el pomo de la puerta de la consulta, que permanecía fijo desde hacía muchos minutos. Pues anda que el de Portugal, que ha dicho que lo mejor para la sanidad del país es que sus ciudadanos no enfermen. ¡Están todos locos!
Emilio bajó la cabeza y mirándose aquellos viejos zapatos suspiró. ¿Sabes?, dijo con una voz ronca y grave, ¡pues yo no estoy dispuesto a morirme todavía! Aún soy joven, y me quedan muchas cosas por hacer. ¿Pero qué dices, Emilio? ¿Tú te has visto?, replicó Antonio mostrando una cierta indignación. ¡Con 83 años y un reuma de aúpa! Tú tampoco puedes hablar, que esa próstata te está matando… ¡Cállense vejestorios! Les interrumpió un joven, sin ni siquiera levantar la vista de la pantalla de su teléfono. Ambos se miraron, resignados, y de nuevo volvieron a fijar su atención, en silencio, en ninguna parte de aquella lúgubre sala.
Tras otros tantos minutos de larga espera, Emilio decidió abandonar su asiento para ir al cuarto de baño. A paso lento y tambaleándose como una marioneta, el anciano consiguió, por fin, alcanzar la pila del lavabo, sobre la que pudo descansar unos gloriosos segundos. Con agua bien fría se lavó la cara y, al verse reflejado en el espejo, notó un leve escalofrío. Sus pequeños ojos entornados, tímidos detrás de aquellos grandes vidrios, dibujaban un rostro arrugado, delimitado por un gran mentón y dos enormes orejas que ya de nada servían, si no fuera por la ayuda de aquel incómodo aparato. El poco pelo que poblaba su cabeza era blanco, como su memoria.
Al regresar a su asiento, Emilio apenas tuvo ocasión de sentarse. La puerta se abrió con un sonoro estruendo y el doctor, de ojos rasgados y con acento asiático, sugirió con firmeza: ¿Emilio Gómez? Él, inmóvil y atónito, miró instintivamente a su amigo, que pronto le replicó en un idioma desconocido y con una musiquilla enigmática: Vai, Emilio, nao temos todo o dia!