Dicen que hubo un tiempo (algunos lo recuerdan en blanco y negro, otros en color sepia) en los que, interrumpida la cena y sentados en el sofá, se hacía el silencio en casa. Iba a hablar el hombre del tiempo en la televisión, esa televisión que aquel verano cumpliría su primer aniversario. El hombre del tiempo era un tipo serio, bien vestido y con una presencia tal que, de no haberlo conocido, lo hubiéramos confundido con un empleado de funeraria. Las cosas cambiaban, sin embargo, cuando abría la boca y la gente recordaba, entre risas, los errores garrafales del día anterior, exhibían incluso con sorna el trofeo del bigote que uno de aquellos meteorólogos perdió por arriesgar en sus profecías. O incluso bromeaban con ironía cuando, por fin, acertaba algo (aquella frase de «nubles y claros» parecía infalible).
Pero con la llegada de los grandes grupos mediáticos, de algún modo había que acabar con este hazmerreír. El espacio dedicado a la predicción meteorológica se había convertido en una parodia de sí mismo, y eso no se podía consentir. Así, pronto se invirtió en extravagantes decorados, se fichaba a hombres del tiempo que eran auténticos monologuistas, se utilizaba la más avanzada tecnología e incluso se daba entrada a los anunciantes dentro del mismo espacio del programa. Aunque todo era poco, pues lanzar un producto de esta magnitud requería de una estrategia comercial milimétrica. Y a algún genio del marketing se le ocurrió la idea, probablemente inspirado por una de las empresas más universales que hasta el momento se han dado, la Iglesia.
De esta forma, buscaron apóstoles para difundir la buena nueva. Y en esta búsqueda encontraron en los ancianos los cómplices perfectos. Parece magia y todavía nadie sabe cómo, pero al sonar la musiquilla que dará entrada a este espacio climatológico, nuestros mayores despiertan del letargo mediático con que han vivido las noticias anteriores. Entre cabezadas oyeron que Rajoy se peleaba con la prima de un tal riesgo, que a Mourinho lo habían sacado de no sé qué casillas… pero en el momento justo, quedan abducidos por el primer dato sobre el anticiclón que se avecina y que promete temperaturas por encima de lo habitual. Y ellos repetirán la palabra, en el bar, en la oficina, por teléfono, porque serán apóstoles. Y abrirán la ventana, y saldrán a la calle para confirmar los pronósticos. Lo que ocurra ahí fuera no será más que una excusa, un capricho de la naturaleza.
El teléfono me despierta de la siesta. Oigo a mi madre, a lo lejos, descolgarlo. Y al otro lado del auricular, mi abuelo, quejándose un día más de la falta de seriedad de la realidad, que ha vuelto a salirse con la suya. «Hoy debería haber llovido».