¿Recuerdan aquel momento de nuestra tierna edad colegial cuando la profesora de turno abandonaba el aula para hacer fotocopias (o para fumar un cigarrillo a las puertas del centro, quién sabe) y nombraba a un niño encargado de vigilar al resto de compañeros durante su ausencia? El niño en cuestión, que solía caracterizarse por ir vestido de chándal, medir uno o dos palmos más que los otros chicos, tener un incipiente mostacho y una voz grave, era conocido comúnmente como «El Repetidor». Pues bien, previa promesa de la profesora, y con la esperanza de poder pasar aquel dichoso curso de una vez, nuestro amigo El Repetidor se comportaba durante aquellos diez minutos como no lo había hecho en todos los anteriores años de formación académica. De esta manera, orgulloso por su cargo y responsable como el que más, apuntaba uno a uno en la pizarra los nombres de quienes no cumplían un estricto y exigente silencio. Y no le temblaba el pulso a la hora de traicionar a sus propios amigos, quizá también repetidores, que armaban barullo en la última fila. Aprovechaba además esta irrepetible ocasión para tomar posesión de la butaca de la profesora, deseada (la butaca, no la profesora) por su respaldo acolchado de cuero barato que le procuraba una inigualable sensación de comodidad. Era el rey y lo sabía. Pero su minuto de gloria finalizaba cuando la profesora regresaba al aula con una irónica sonrisa, y tras borrar los nombres de la pizarra, mandaba a nuestro angelito de nuevo a su sitio, no sin antes propiciarle unos suaves golpecitos en la espalda a modo de agradecimiento.
Ayer paseando por uno de los parkings públicos cercanos a mi casa, me lo encontré. Después de tantos años, pude reconocerle con ese horrible chándal de la marca Umbro y con las mismas deportivas de entonces. Aquel tímido bigote se había convertido en una barba cerrada, pero sus ojos y su mirada continuaban mostrando en el fondo ese deseo por hacer las cosas bien, por no tener que seguir arrepintiéndose de quién era y por poder luchar contra su propio nombre. Nuestro amigo «El Repetidor», tan inocente como entonces, seguía cumpliendo su papel de vigilante bonachón. Paseaba con cautela por el parking, vigilando que sus propios amigos, aquellos de la última fila que ahora ejercían humildemente la profesión de «gorrillas», no se pasaran de listillos. Él había cambiado la pizarra y la butaca por un llamativo chaleco reflectante a espaldas del cual se podía leer un irónico «Colaborador Policía Local». Seguía siendo el mejor, a su manera.
En mi colegio, de chicas , solo de chicas,la que nos vigilaba cuando la profe o la monja lo creia oportuno, era la mas empollona y por tanto no se podía andar con tonterias, te anotaba en la pizarra y ya no te boraba psara lo que pasara…creo que ahora en la actualidad pertenece al mundo de las cabronas
y mira que hay. Que recuerdos. Prefiero al repetidor.