Llegó una triste noche de verano. Aquella tarde había llovido. Llegó, y se llevó tras de sí todo cuanto ella tenía. Su dignidad, su autoestima, su sonrisa. Llegó y se quedó durante un tiempo, que se hizo eterno. Ese maldito fantasma entró sigilosamente. Se coló quién sabe por dónde, aprovechando uno de tantos resquicios, tan frecuentes como poco preocupantes a esa temprana edad.
Ella llevaba un tiempo algo rara. Pero pude notar en su expresión el momento exacto en que se conocieron. Allí estaba él, el fantasma, en aquella tranquila velada. Sin hacer ruido, se sentó en la mesa a cenar. Como uno más. Se sentó y, cogiendo con las manos la comida, la miró directamente a los ojos. A esos ojos claros que pronto reflejaron terror. Lo noté, tenía miedo. Ella lo miraba fijamente, tratando de no dejar escapar el sollozo que se asomaba entre sus labios. Él, con la misma pasmosa normalidad con la que había llegado, se levantó y se fue. Pero desde ese mismo instante, ya nada sería lo mismo.
Con el paso de los días, ella comenzó a verlo cada vez más a menudo. Primero en casa. Luego también en el colegio, entre su círculo de amigas, en el cine, o incluso caminando por la calle. Lo veía por todas partes y a todas horas. Nosotros no tardamos en percibir su presencia, cada vez más notable y cada vez más cruel. Aparecía en cada comida, en cada bocado, en cada trago, en cada palabra. Al final se hacía ver incluso en sus sueños. Y en los nuestros.
Lo veía en el espejo, cuando se desnudaba, tímidamente, antes de entrar en la ducha. Ya no se reconocía ni a ella misma. Las cosas más simples se convertían en suplicios. Pero pronto aprendió a convivir con él. Hasta tal punto, que solo en su presencia se notaba segura. Si el fantasma se ausentaba algún día, ella se aferraba a sus recuerdos, y siguiendo sus directrices, buscaba la tranquilidad en forma de tabú.
Y así, con cada comida, un llanto nuevo. Una discusión, un grito, una promesa, y de nuevo la calma. Pero solo hasta el día siguiente. El temor volvía a apoderarse de ella cada vez que llegaba la hora de sentarse a la mesa. Un comentario desafortunado, o quizá solo el murmullo de unos cuantos pares de párpados que la observaban de forma inquisitiva, y su cabeza comenzaba a funcionar con la ayuda del fantasma. Números, decimales, complejos cálculos matemáticos se apoderaban de ella. Calorías, kilos, gramos. Solo eso.
Pasaron los meses. También los años. No sin ayuda, tampoco sin sacrificio, consiguió despertar de aquella pesadilla. Se incorporó de un salto sobre su cama. Las gotas de sudor se mezclaban con las lágrimas que cubrían su cara. Miró a su alrededor y sonrió. Allí, junto a ella, seguían estando aquellas mismas personas con las que entonces, tantos veranos atrás, se había sentado a cenar. Y en sus miradas de complicidad volvió a encontrarse a sí misma.
Enhorabona, Pau. A tots. Per guanyar-li la partida al fantasma.