Huida hacia el peligro

Bajo las escaleras de tres en tres, jugándome la vida. Todavía echo de menos esos cinco minutos de más que hoy la almohada se ha llevado consigo. El regusto amargo del primer café de la mañana me recuerda que es lunes, y que todavía queda mucho sueño por delante.

Diciembre me saluda al abrir el portal. Una gélida brisa consigue hacerme cuestionar el hecho de ir en bicicleta al trabajo. Pero la promesa por hacer un mínimo de ejercicio al día prevalece, aún en situaciones tan adversas. Así que continúo firme con mi propósito y afronto los diez minutos de camino que me restan hasta la parada del Valenbisi.

Ando a paso ligero, con la prisa de quien se sabe amenazado por la posible primera bronca del día. Por el camino, voy fijándome con la inquietud de un niño en todas aquellas pequeñas cosas que hacen de mi ciudad un lugar cada vez más hostil, un espacio por el que pasar sin toparse con la fina línea que nos separa de la ilegalidad se convierte en un reto constante.

Las aceras, inundadas de botellas cuyos vidrios rotos lloran la resaca de un fin de semana plagado de excesos. Los perros abonan el asfalto a su manera, mientras los amos, por aquello de hacer tiempo, se fuman un cigarrillo y estampan las colillas en el suelo. Muchas de las plantas del parque despiertan en un invernadero improvisado, lleno de plásticos y bolsas. Un bordillo roto todavía lamenta las prisas de una obra inacabada. Yo, mientras tanto, esquivo todos estos peligros y afronto el último y más temeroso de todos ellos.

Cruzar la avenida es sin duda la mayor aventura del día. Junto con una gran multitud de gente, camuflo bajo mis pies los restos de un carril bici mal pintado. Espero paciente pero intranquilo a que cese la continua ida y venida de coches que pasan a toda velocidad cortándome el aliento. El semáforo no funciona, y en la calzada impera la ley del más fuerte. Como era de esperar, ningún conductor modélico se detiene para cedernos el paso, por lo que más vale llenarse de valor y correr sin pensar demasiado. Por suerte, una hilera interminable de coches estacionados en el carril bus ralentiza el tráfico y disminuye el peligro.

Por fin en una zona segura, se me cae el mundo a los pies al hacerse bueno el peor de mis presagios. Ni una sola bicicleta en la parada. Se repite la aventura hasta el siguiente puesto, y luego hasta otro y otro más. A la quinta encuentro una bici, con el manillar roto, el sillín estropeado y unos frenos que espero no tener que utilizar. Pero una bici, al fin y al cabo. Me subo y, tras un pequeño impulso, empiezo a pedalear pensando que yo, a pesar de ser quien menos contribuye a este peligroso caos, estoy más expuesto que nadie a recibir una multa por cualquier estúpida imprudencia. 


Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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Una respuesta a Huida hacia el peligro

  1. Amparo dijo:

    Qué razón tienes, yo te podría contar que este verano, no me dejaban tener la bici en la arena de la playa del Saler y en cambio habían dos vecinos de toalla con una radio a todo volumen, impera la incongruencia

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