Lo vi en verano con un bañador floreado y una toalla al cuello. Tenía los ojos marrones, una melena perfectamente engominada y la mirada clavada a mis espaldas. Un cuerpo realmente perfecto. Debió estar trabajando duro en el gimnasio para lograr esas abdominales tan pulidas, pensé. Tal era su atractivo, que mucha gente se acercaba. Incluso alguno se atrevía a tocar su bañador y mirar la etiqueta, quién sabe en busca de qué.
Volví a coincidir con él bien entrado el otoño. Esta vez, con unos vaqueros ceñidos, de esos con múltiples bolsillos y arrugados por bajo. Última generación, oiga. Arriba, el cuello de una camisa blanca se asomaba por los extremos de un elegante suéter de algodón. Una chaqueta larga, que bien podría ser considerada gabardina, y una bufanda de lino color beige, remataban su vestuario, cuidado y pensado hasta en el último detalle. De nuevo, la gente no podía evitar quitarle la vista de encima. Pero él, tan ancho. Allí estaba, plantado. Quizá esperando a alguien. No parecía tener prisa.
La última vez que me crucé con él fue hace apenas una semana. La víspera de Nochevieja. Ya vestía de etiqueta. Fiel a su estilo, elegante, desenfadado, juvenil, moderno. Sin corbata y con el último botón de la camisa sin abrochar, se mostraba, a ojos de buena parte del público, tan seductor como de costumbre. A buen seguro que aquella última noche del año acabaría durmiendo con alguna de sus amigas. Aquellas que siempre estaban merodeándolo con la mirada empapada de pasión.
Esa fue la última vez que pude verlo. Pero hoy, me he quedado sorprendido al ver que aquel joven apuesto ocupaba la portada de un diario local. Sí, era él. No cabía duda. La noticia rezaba que anoche, cuando nadie quedaba ya por las calles, cuando todos los comercios habían cerrado sus puertas, aquel chico de mirada perdida había sido, muy probablemente contra su voluntad, maltratado, desnudado, despojado de todos sus bienes, vejado y humillado con total impunidad.
Como si de un muñeco se tratara, los indeseables que tuvieron valor de cometer tan atroz acto de desprecio, no contentos con ello, decidieron ataviarle con los más sucios trapos que encontraron por el lugar. Entonces, después de colgarle un cartel que mostraba un enorme “50%” en colores vistosos, abandonaron el lugar, huyendo como cobardes. El chico, según dicen, poco pudo hacer ante sus malhechores. Nada, salvo callar, mantener la compostura y sonreír como un idiota, como sonríen las estatuas. Como lo hacen los maniquís cuando empiezan las rebajas.
Si es el que has puesto en la foto, pues que lo dejen desnudo, que se lo puede permitir, ja, ja… y todo esto sin ir al gimnasio, así porque sí.
¡¡¡ Macizo!!!