Casi veinte siglos después, el destino vuelve a darse cita con el rugir de las montañas. Fue un 24 de agosto del año 79 cuando el caprichoso Vesubio decidió eructar toneladas de lava y acabar con la historia de la antigua Pompeya, ciudad del todopoderoso imperio romano.
Hoy, en pleno siglo XXI, la casualidad vuelve a poner en jaque a otro gran imperio: el imperio de la sociedad contemporánea, donde cualquier altercado parece una nimiedad incapaz de trastocar el más mínimo detalle de nuestras vidas. Desde el pasado miércoles, cuando el volcán islandés situado sobre el glaciar Eyjafjalla despertar, puso en evidencia los grandes déficits de la vida moderna. Por mucha revolución tecnológica que haya posibilitado avances en el campo de la ciencia (del todo impensables hasta en los cuentos futuristas), paradójicamente seguimos dependiendo excesivamente del azar natural que nos rodea. Somos, en última instancia, esclavos del destino, y estamos a merced de que la casualidad caiga del lado opuesto (tal y como ha ocurrido), y haga estallar un glaciar que trastocará los planes de medio mundo durante nadie sabe cuántos días.
Tal y como ocurrió en la antigua Italia, donde millones de habitantes quedaron sepultados bajo las cenizas y los ríos de lava, hoy son más de 17.000 las personas que siguen atrapadas en los aeropuertos de toda Europa. Algunos desesperados por no poder hacer absolutamente nada para paliar este particular regalo de la Madre Naturaleza, otros que se deciden a pagar miles de euros por un taxi a su destino. Todos ellos con una excusa que, de nos ser por la repercusión mediática, podría parecer irrisoria: “una gigantesca nube volcánica no me permite volver a casa”. Y lo mejor de todo es que esta impetuosa nube de despojos ardientes ha demostrado no tener la más mínima delicadeza por afectar a una sociedad tan exquisita que se creía ajena a la catástrofe (para eso, igual que para expiar muchas otras culpas, siempre habíamos contado con el tercer mundo).
Los vuelos cancelados pueden contarse ya en decenas de miles, pero lo que resulta realmente impactante son los millones de euros que las compañías aéreas siguen perdiendo cada día que el nubarrón no se decide a desaparecer lo que, por otra parte, evidencia la gran cantidad de dinero que ganaban mientras todo funcionaba como debía.
Quizá los inocentes pompeyanos no fueron capaces de averiguar por qué sus dioses les castigaron con tan triste final. Ahora, justo en este momento en el que la nube sigue empeñada en continuar con su visita, me imagino a los ejecutivos de cualquiera de estas aerolíneas multinacionales, rabiosos en sus despachos, preguntándose a qué maldita divinidad hemos tenido que enfurecer casi veinte siglos después, cuando las creíamos dormidas a todas.