Vitoria en Fallas

Muchas horas de autobús y muy pocas de sueño. Ese fue el precio que tuvimos que pagar por librarnos, un año más, de las Fallas valencianas. Allí, muy lejos de las noches en vela y del olor a orín en las esquinas, encontramos una ciudad que todavía dormía a nuestra llegada.
Vitoria era aún más bonita al amanecer. Pequeña pero agradable. Su centro histórico, presidido por la Plaza de la Virgen Blanca, se alza en forma de almendra. Las callejuelas que lo atraviesan son un claro ejemplo de la integración social y la diversidad cultural que caracteriza el barrio y el resto de la ciudad. Todo es paz y armonía en esta tranquila localidad. Las obras, escasas; coches, los justos; y ruido, menos del necesario.
En la parte alta del casco viejo, por encima de todos los tejados, la torre de la antigua catedral permanece impasible, vigilando la capital. A medida que el sol hace acto de presencia, Vitoria despierta con casi veinte grados en los termómetros. El temporal ha pasado, y las calles se inundan de gente. Muchos van a trabajar y otros tantos cumplen con sus obligaciones académicas. Pero no es raro ver, también como nosotros, algún que otro turista, cámara en mano, que anda perdido entre las páginas del plano.
Ya de día, la capital vasca vive a un ritmo frenético, pero es víspera de festivo y no deja de respirarse un cierto aroma a fin de semana. El resto del centro se ve en apenas medio día. La Plaza de España, casi cerrada por completo y ajena a todo cuanto ocurre en su exterior, sostiene una pancarta que rechaza la violencia de la banda terrorista. Esa misma mañana, no muy lejos de allí, al sureste de París, ETA había asesinado al primer policía francés.
Subimos al hotel antes de comer. Las vistas desde un séptimo piso a las puertas del parque de la Florida no tenían precio. La nueva catedral, y la pérgola rodeada de árboles me hacían recordar que quizá la ventana de mi casa no ofreciera el mismo panorama. Aquí, el aleteo de una paloma o el silbido del viento apenas podían romper un silencio casi sepulcral. Allá, el incesante tronar de los petardos y las desafortunadas consecuencias de una noche borracha eran los primeros síntomas de flaqueza de una Valencia que todavía estaba por quemar.
El jueves era la gran noche. La nit del foc se celebraba en Euskadi de una manera muy especial. Desde la plaza Lovaina nacía una calle repleta de bares. La gente se apelotonaba a ambos lados de la calzada, y apenas se podía entrever la entrada a los locales. La razón era bien sencilla. Los zuritos y los pintxos eran la pólvora de aquellos inmejorables fuegos artificiales. El buen ambiente de la noche vitoriana se podía disfrutar, por un módico precio, en aquella avenida repleta de sabores.
San José despertó algo nublado, pero las pocas nubes que rondaban nuestras cabezas no pudieron empañar un día que se preveía perfecto. El tren hacía Donosti salía pronto. La estación estaba cerca, y no tardamos mucho en aclamar la belleza y la inmensidad de la playa de la Concha. Este pulmón salado, situado en el corazón de la ciudad, resultaba si cabe más hermoso vista desde el Castillo, a lo alto del pequeño Monte Urgull, que abrazaba toda la costa donostiarra. A un lado la bahía, y al otro el casco viejo. A lo lejos, justo al otro extremo del arenal, el Peine del Viento, de Chillida, ponía punto y final a las olas donostiarras. Esta escultura, compuesta por tres piezas de acero, representa el presente, el pasado y el futuro del pueblo vasco, y plantea un espacio de preguntas que ni siquiera el mar que lo baña ha podido responder.
Así es San Sebastián. Una ciudad costera que al atardecer nos muestra su otra cara, totalmente distinta. Con la subida de la marea, la playa se transforma, y el agua acaba devorando gran parte de la arena. El paseo marítimo se llena de colores, y el mejor regalo es un banco a orillas del mar que nos brinda un atardecer maravilloso. Cuando cae la tarde y empieza a soplar el viento, las farolas nos iluminan el camino de regreso. El río ya hace un rato que duerme, y nosotros no tardaremos en hacerlo. De nuevo en Vitoria, veremos quemar las Fallas desde la almohada. Un merecido descanso, y la tranquilidad de poder dormir sin preocupación y de tirón, cierran esta jornada fallera, un tanto atípica pero sin duda preferible.
Agur al fuego, al ruido y al miedo. ¡Gora Vitoria en Fallas!

 

Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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