Valencia en Fallas

Recuerdo años atrás cuando el olor a pólvora de los primeros petardos venía acompañado de una cálida brisa y un espléndido sol primaveral que no hacían más que recordarnos que las Fallas habían llegado a la ciudad. No era siquiera marzo y los más ansiosos salían a la calle para llenar de ruido y humo las aceras. Este año, sin embargo, ha sido distinto. El aviso de la alcaldesa que daba pie a la primera mascletà de la temporada resultó empañado por unas nubes grises que trajeron consigo lluvias y caras largas. Yo, por no perder la costumbre, enfurecí el mismo día que vi desfilar, rumbo a las Torres, decenas de falleritos y falleritas por debajo de mi casa.

Este fin de semana tuvo lugar la particular Cridà, un acto en el que Rita, borracha de alegría, aboga desde las alturas por la participación de todos los valencianos en esta fiesta tan nuestra. Así empiezan las Fallas de Valencia, un negocio que mueve alrededor de un millón de turistas cada año. Visto desde la distancia, cuesta averiguar qué es lo que realmente atrae a toda esta gente que viene desde fuera… ¿Las supuestas obras de arte de cartón piedra que crecen en el asfalto y esperan durante días a ser devoradas por el fuego? ¿La multitud que se reúne cada día, puntual en el ayuntamiento, para ver cómo explota la plaza? ¿Los millones de vatios que iluminan la calle Sueca? ¿Acaso el chocolate con churros? ¿O quizá las verbenas, el alcohol y el descontrol hasta altas horas de la madrugada? Sí, puede que sea esto último.

Porque las Fallas realmente son Fallas para unos pocos. Una fiesta que tradicionalmente había sido pagana, celebrada con motivo del inicio de la primavera, se ha convertido con el tiempo en una celebración plagada de elementos religiosos donde la ofrenda es el máximo exponente. Y son cada vez menos los que ven y celebran este acontecimiento tal y como es, y cada vez más los que aprovechan la excusa para emborracharse y, de paso, tratar de embriagar a alguna jovencita de tez pálida venida de tierras del norte.

Para el resto de ciudadanos, que tal vez nos resulte indiferente todo este ruidoso circo, es un verdadero desafío poner los pies en la calle sin evitar tener que estar alerta ante cualquier artefacto explosivo que haga peligrar nuestros tímpanos. Pasear por la ciudad se convierte en un auténtico reto. Y circular por ella es la más terrible de las pesadillas. Calles cortadas por culpa de los gigantes de cartón, cuando no por una carpa privada en que los adultos beben y los niños incordian, y decenas de atascos incluso en las grandes avenidas acaban con la paciencia de cualquiera.

En ocasiones la única alternativa no es otra que una buena huída a cualquier otro rincón de la península. Buscando unos días de tranquilidad y evasión, merece la pena disfrutar del folclore valenciano desde la distancia. Tan sólo seré capaz de regresar cuando todo haya acabado. Cuando los servicios de limpieza tengan que hacer horas extra para devolver a la ciudad una imagen mínimamente decente. Y cuando el silencio vuelva a reinar, al menos, en mi habitación. Al fin y al cabo habré visto exactamente las mismas fallas que si me hubiera quedado. Ninguna.

Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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