Oigo el ruido de la persiana. Mi padre parece estar cansado de verme dormir y ha decidido despertarme. Los primeros rayos de sol que penetran en mi habitación iluminan el despertador. Son las doce del mediodía. Anoche salí, pero deberé darme prisa si quiero ver el partido que todos los domingos por la mañana emiten en la catalana.
Mientras desayuno, pienso que él ya debe de llevar varias horas despierto. Seguramente habrá bajado a por el periódico y estará leyendo en el salón de su casa, solo, mientras escucha la tele de fondo. Puede que por el camino se haya parado en la pastelería de la esquina a comprar algún que otro manjar para el postre. Quién sabe.
Termino de desayunar, sin ganas. Me duele la cabeza, pero una ducha fría lo cura todo. Llego al sofá a tiempo para ver empezar el espectáculo. Él estará esperando al autobús. Justo cuando Rovirosa anuncia el fin de la primera parte, suena el timbre. Dos veces, como siempre. Es él, sin duda. Abre mi madre y le da dos besos.
Al entrar en el salón, y verme tumbado en el sofá, como “caído de arriba” (como así le gusta decirme), me saluda y comienza el repertorio rutinario de preguntas. Preguntas que se repiten todos y cada uno de los domingos que viene a comer, pero que nunca me canso de contestar:
– ¿Estás viendo el básquet?
– Sí, está jugando el Barça.
– A ver cuándo te veo jugando en la tele. ¿No te van a volver a llamar del Pamesa?
– No… – sonrío – Ya hace mucho que no juego allí.
– Voy a saludar a Marineta.
Pero vuelve a los dos minutos, y continúa el interrogatorio.
– Bueno, ¿y de chiquitas qué tal?
– Bien, descansando – bromeo -.
– ¿Qué tal le va a Alba? ¿Aún hablas con ella?
– Estará estudiando – (en realidad hace meses que no tengo noticias suyas, pero sé que así él se queda algo más tranquilo) -.
– ¿Y Dolça?
– También estudiando.
– ¿Qué estudiaba?
– Agrónomos, en el poli – (y sé que ahora viene la pregunta mágica, aquella que no falla nunca y que en ocasiones dudo de que, pese a ser consciente de que la pregunta cada vez, no se cansa de repetirla) -.
– ¿Perito o ingeniera superior?
– Superior… – se me escapa una sonrisa -.
Mi padre anuncia desde la cocina que la comida ya está lista. Esta vez me ahorro el preguntar qué hay de comer. Como cada domingo, paella de marisco.
Y una vez más se repite la misma escena de siempre. Él sentado a mi lado, con el cojín en la espalda, come callado. Yo, de tanto en tanto, bromeo con mi hermana, que se enfada con suma facilidad. Y mi padre me mira con mala cara. Mi madre se limita a resoplar.
Llega el postre. Él, por no faltar al ritual, se enjuaga la boca con agua (ni fría ni templada; mezclada) y se mete un palillo entre los dientes. Yo trato de no mirar.
Las torrijas de mi madre las toma con mucho azúcar. Ella le regaña, pero él se limita a contestar que “ya es mayorcito”.
Y, por último, el café. En su caso, azúcar con un poco de café. Lo toma en el sofá, mientras me pide que le ponga el Canal 9. Parece que hoy prefiere dormirse viendo l’oratge, que no la vuelta ciclista. Me siento a su lado, y cuando se duerme pongo una película. “Últimamente hay mucho periodista joven en los telediarios, eh. A ver si te colocas pronto” – dice al despertarse -.
Pero se vuelve a dormir de inmediato. Los ronquidos no me permiten seguir el diálogo, aunque poco importa; es Pulp Fiction, y me la sé de memoria.
A media tarde mi madre me propone que lo acerque a casa. No me importa, ¿cómo va a importarme? Me calzo y salimos.
Nada más pisar la calle se enciende un cigarrillo. Sabe que mi madre no le deja fumar en casa, así que aprovecha la más mínima ocasión. Aunque poco le durará, pues tengo el coche a escasos metros de la puerta.
Durante el trayecto se interesa de nuevo por mis ligues. También me pregunta qué tal de “dinerito”, y en un alarde de generosidad, me tiende 10 euros que agradezco con una sonrisa. Al llegar a Peris y Valero, por si lo había olvidado, me indica por qué bocacalle he de meterme. Y justo al girar, añade: “Déjame a éste lado, en la esquina”. Como si no lo supiera…
Paro el coche y nos despedimos.
– Ves con cuidado, Pauet, que la gente va como loca.
– Sí. Adiós yayo.
Nos damos dos besos y arranco de nuevo el coche. Al avanzar unos metros miro por el retrovisor. Lo veo de pie, esperando a que me vaya, con otro cigarro a punto de ser encendido. Encorbado, con las gafas de sol puestas, me dice adiós con la mano.
Me da la sensación de haberlo conocido así siempre; solo, viudo. Tan sólo son las cinco de la tarde. Me pregunto qué hará en casa el resto del día. Es más, me pregunto que hará el domingo que, por lo que sea, no estemos en casa y no pueda venir a comer. Se me hace un nudo en la garganta y me quedo pensativo durante unos segundos que parecen horas. Pero vuelvo la vista al frente, y continúo conduciendo.
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Quina preciositat 🙂