Oigo el ruido de la persiana. Mi padre parece estar cansado de verme dormir y ha decidido despertarme. Los primeros rayos de sol que penetran en mi habitación iluminan el despertador. Son las doce del mediodía. Anoche salí, pero deberé darme prisa si quiero ver el partido que todos los domingos por la mañana emiten en la catalana.– ¿Estás viendo el básquet?
– Sí, está jugando el Barça.
– A ver cuándo te veo jugando en la tele. ¿No te van a volver a llamar del Pamesa?
– No… – sonrío – Ya hace mucho que no juego allí.
– Voy a saludar a Marineta.
Pero vuelve a los dos minutos, y continúa el interrogatorio.
– Bueno, ¿y de chiquitas qué tal?
– Bien, descansando – bromeo -.
– ¿Qué tal le va a Alba? ¿Aún hablas con ella?
– Estará estudiando – (en realidad hace meses que no tengo noticias suyas, pero sé que así él se queda algo más tranquilo) -.
– ¿Y Dolça?
– También estudiando.
– ¿Qué estudiaba?
– Agrónomos, en el poli – (y sé que ahora viene la pregunta mágica, aquella que no falla nunca y que en ocasiones dudo de que, pese a ser consciente de que la pregunta cada vez, no se cansa de repetirla) -.
– ¿Perito o ingeniera superior?
– Superior… – se me escapa una sonrisa -.
Mi padre anuncia desde la cocina que la comida ya está lista. Esta vez me ahorro el preguntar qué hay de comer. Como cada domingo, paella de marisco.
Y una vez más se repite la misma escena de siempre. Él sentado a mi lado, con el cojín en la espalda, come callado. Yo, de tanto en tanto, bromeo con mi hermana, que se enfada con suma facilidad. Y mi padre me mira con mala cara. Mi madre se limita a resoplar.
Las torrijas de mi madre las toma con mucho azúcar. Ella le regaña, pero él se limita a contestar que “ya es mayorcito”.
Pero se vuelve a dormir de inmediato. Los ronquidos no me permiten seguir el diálogo, aunque poco importa; es Pulp Fiction, y me la sé de memoria.
Nada más pisar la calle se enciende un cigarrillo. Sabe que mi madre no le deja fumar en casa, así que aprovecha la más mínima ocasión. Aunque poco le durará, pues tengo el coche a escasos metros de la puerta.
Paro el coche y nos despedimos.
– Ves con cuidado, Pauet, que la gente va como loca.
– Sí. Adiós yayo.
Nos damos dos besos y arranco de nuevo el coche. Al avanzar unos metros miro por el retrovisor. Lo veo de pie, esperando a que me vaya, con otro cigarro a punto de ser encendido. Encorbado, con las gafas de sol puestas, me dice adiós con la mano.
Quina preciositat 🙂