Habían recorrido los pasadizos de esa ciudad, de día y de noche, perdiéndose por un entramado infinito de calles sin salida. La medina les había tragado en la entrada del mercado, dejando atrás a los encantadores de serpientes y a los vendedores de monos, y les escupió unas cuantas horas más allá, en la puerta trasera de un bar cuya cocina respiraba cúrcuma, cilantro y azafrán. El sol les cegó cuando, después de horas, abandonaron las callejuelas techadas y retomaron el camino a la plaza.
Habían andado tanto que abandonaron, sin darse en cuenta, el núcleo turístico, y se encontraban ahora en una zona un tanto alejada del anillo reservado para los extranjeros. En territorio puramente local, la gente los miraba con un cierto grado de extrañeza, como si ni unos ni otros estuvieran en el lugar que les correspondía. Incluso el iPhone parecía confundido cuando captaba las estampas de aquella cara B de la ciudad. Un padre y su hijo, sentados sobre dos neumáticos en un diminuto local cubierto de grasa y con la persiana a medio subir, reparaban lo que parecían las piezas de un motor. Por su lado pasó un hombre con una carreta en cuyo interior una oveja esperaba, resignada, que llegara su hora. Más allá, un grupo de niños jugaba con una pelota de papel. Y de vez en cuando, alguna mujer se dejaba ver entre las cortinas de algún balcón mientras asomaba los brazos para tender la colada. Al fondo, un chico descansaba apoyado en un carro de tres ruedas.
Cuando llegaron de nuevo a la plaza, todo parecía estar teñido por un suave maquillaje que escondía parte de la realidad. Debajo de los jóvenes que te gritaban al otro lado del mostrador para que probaras su fruta, comieras en su bar o compraras sus tarjetas de teléfono, había algo de verdad, pero no toda ella. La plaza, que algún día fue el verdadero corazón de este pueblo, se había convertido en un escaparate al servicio del turista en el que sacar una foto, probar un cuscús o regatear tres dirhams por un cinturón de piel de cabra. Quizá en unos años, un McDonald’s abra su primer local y ofrezca hamburguesas con sabor a curry, pensaron.
Ya por la tarde, sentados en la azotea del Riad, apuraban las últimas caladas de un canuto que el mismo guía les había conseguido en uno de los rincones más profundos del barrio. Tenéis que vivir el moro auténtico, les había dicho. Y eso creían haber hecho, pero no podían evitar sentir el regusto de haber conocido tan solo una parte muy minúscula de una cultura que se escondía detrás de esos vendedores de especias.
Mientras veían el sol ponerse por el último tejado, alguien se inclinó sobre el sillón, cogió el mando y cambio de canal.
?¡Muy bueno!, como siempre.
Un saludo.
Ramón Barreiro.
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muchas gracias Ramón!