Son las nueve de la mañana. Como cada día, puntual, sin faltar a su cita, suena el despertador, que para eso fue diseñado, pues baratas y falsas son las excusas de aquellos perezosos que dicen no haberlo oído, que quizá falló.
Suena hoy, que es lo importante. Y lo apaga con rabia, pensando poder así librarse de ese estridente sonido, cuando en realidad lo que hace es aplazar el sufrimiento unos cuantos minutos más. Las nueve en punto. Demasiado pronto para perder el tiempo, demasiado tarde para aprovecharlo del todo. Se levanta y anda a trompicones hasta el baño.
El icono de la cafetera parpadea mientras él aguarda impaciente con la taza en la mano y piensa, ahora basta con cargar una capsula y esperar la señal para apretar el botón, el de la derecha si quieres el café largo, el de la izquierda si lo quieres corto; antes debías llenar la cafetera de agua, cargarla con café en polvo, encender el fuego y afinar el oído hasta que las leyes de la física surtían su efecto. Ahora, si tuviera que hacer todo aquello, seguramente no tomaría café.
Todavía con los ojos entornados, repasa el correo. Y siempre la misma rutina. Un periódico, otro, ahora el Facebook, el Twitter, se van abriendo paso ante sí de forma brusca pero ordenada. Fija la mirada pero ni siquiera lee. Va pasando el puntero del ratón por la pantalla, y se entretiene haciéndolo coincidir con líneas o bloques de texto, buscando perfectas formas geométricas.
El agua fría consigue despertarle un poco. Se viste con la ropa de ayer, que le esperaba desordenada en la silla, y se dirige a la puerta. Baja al perro, compra el pan, sube al perro. Y la habitación sigue mostrándose tan caótica como antes. Parece toda ella, mirarle con la misma indiferencia que lo hace él. No es capaz de ordenarse a sí misma, como tampoco era el despertador capaz de callarse por voluntad propia.
Pero pospone las labores del hogar para más tarde. Hay tiempo de sobra. Y de nuevo se sienta, con otro café pero la misma postura, de cara al ordenador. Su blog personal, olvidado desde hace meses, le lanza la misma mirada que antes lo hacía la habitación. Él se resigna, desde hace tiempo ya no tiene nada que decir. El despertador, al fondo de tan triste imagen, sigue inerte, esperando su hora para volver a cantar, pero quizá ésta no llegue nunca. Sigue marcando las nueve de la mañana. Está parado.
Vaya mierda de tiempi que nos toca vivir. .