Piano de cola

De pronto te encuentras en una inmensa habitación mitad blanca mitad ocre, rodeado de extraños, con una ligera sensación de embriaguez. Una bella azafata te recibe con amabilidad, al tiempo que te tiende un pequeño trozo de papel. Un ticket que te acredita como visitante de ese particular paraíso.

Al lado de esta modélica muchacha, un chico también debidamente uniformado, limpia el suelo con un recogedor. Está impoluto. En una esquina, otro de estos maniquís vivientes ordena las estanterías. Todo está en una tranquila e inquietante armonía.

Poco a poco te vas adentrando. A medida que avanzas hacia el interior del habitáculo, observas como un mostrador de idéntico color que las paredes, avanza también contigo. Y, tras él, uno tras otro, decenas de clones de aquellos jóvenes que habíamos visto al entrar. Todos ellos esperando en silencio con una sonrisa cordial.

Al final de la sala, la gente se mueve despacio, conformando un enmarañado paisaje de pies que deambulan y cabezas que cuchichean sobre un fondo desenfocado. Si fijas la mirada, logras distinguir entre aquellos cuerpos alguna que otra mujer, perdida, olvidada, con la vista puesta en ninguna parte. Quizá ella también tenga la misma sensación de desconcierto que tú.

Te detienes un instante, y sin que apenas puedas darte cuenta, alguien se dirige a ti con una voz dulce y suave. ¿En qué puedo ayudarle? Esa voz angelical proviene del otro lado del mostrador. No puedes siquiera articular palabra. Mientras, ella sigue hablando. Y habla de sabores, colores, olores. De texturas y matices. Habla de la India, África y otros lugares idílicos. Pero tú no entiendes nada.

Antes de despediros, te regala un llavero con una inscripción en que figura tu nombre. Es extraño. Ni siquiera le has dicho cómo te llamas. Ella tiene uno igual. Puede que sea ahí donde guarde las llaves del cielo. También te ofrece una taza humeante que vacías sin pensar. Al fin y al cabo, la sensación de ebriedad no puede ser mayor. Y, ahora sí, te vas.

A la salida todo continúa igual. La chica y sus compañeros siguen recibiendo a los nuevos clientes, limpiando el suelo, ordenando los estantes. Te despiden con educación, haciendo entrever que pronto os volveréis a saludar. Tambaleándote, abandonas ese extraño paraíso, esa habitación blanca que cierra sus puertas tras tu paso.

Sales a la calle y el aire fresco consigue aliviarte un poco. Se acerca un hombre alto, algo maduro, y muy atractivo. Viste traje y luce un elegante corte de pelo canoso. Antes de que se pierda en el interior de aquel lugar celestial, lo miras con la sensación de haberlo visto anteriormente. Quizá en la televisión. Pero prefieres no importunar, y continúas caminando lentamente. Giras la cabeza. En el suelo, junto a la acera, hay un enorme piano de cola negro. Como los de las películas. Está destrozado, hecho pedazos.

No logras evitar que se apodere de ti un terrible vértigo, que hace que instintivamente agarres con fuerza la caja que llevas bajo el brazo. Dentro de ella, el último modelo de una de las cafeteras de moda y cientos de cápsulas que dosifican el misterio con códigos de colores. Sigues tu rumbo con la mirada, hasta que observas cómo te pierdes entre una multitud que también, como tú, sujetan cajas demasiado parecidas a la tuya. Cierras los ojos.  


Acerca de pauborreda

Periodista y fotógrafo
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Una respuesta a Piano de cola

  1. Amparo dijo:

    Lástima que cuando vayas a comprar las cápsulas de café, solo te esperará una laaarga cola ja, ja que risa que me dà

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