Adiós, dijo ella. Buenas noches, le susurró él, al oído. Se besaron. Mereció la pena. Caminaron unas cuantas calles hasta la puerta del restaurante. Entraron y el camarero les dio las gracias por su visita. Tomaron asiento en una de las mesas que estaba junto a la ventana. Invitó él. Era su cumpleaños y, tras insistir, ella acabó cediendo. Después de los cafés, llego el postre. Luego, un jugoso plato de carne, algo de pasta, y una ensalada para el centro. Comieron, hablaron, aunque poco. Él no dejaba de observarla. Llevaba tiempo esperando aquella velada. El camarero vino a tomarles nota. Él se disculpó para ir al baño. Dijo tener la costumbre de lavarse las manos antes de cada comida. Mentía. Estaba nervioso, inquieto. Prefería callar antes que decir cualquier obviedad. O tontería. Ella lo notaba frío, distante. Después de tanta persistencia, había accedido a conocerle. Parecía arrepentirse, aunque decidió concederle la oportunidad. Tenían, al fin y al cabo, toda la noche para ellos. Pero lo cierto es que ella fue la primera en levantarse de la mesa. Él la siguió hasta la entrada. Se pusieron los abrigos y anduvieron durante un buen rato. Tras saludarse con un parco beso en la mejilla, se separaron. Él se subió al coche y se fue por donde había venido. Entonces ella, todavía mirando cómo se alejaba hasta perderse al final de la avenida, se sentó en un banco. A esperarle.
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Muy inginioso