Ya lo advirtieron los organizadores de la Jornada de la Familia Cristiana justo antes de empezar el acto: la concentración “no va contra nadie”. Pero ni los 5.000 voluntarios, ni las miles de familias de toda España que acudieron a la plaza de Lima de Madrid en autobús, ni el periodista Javier Nieves que amenizó la fiesta, ni el cardenal Rouco Valera, ni siquiera el mismísimo Papa de Roma, que también estuvo presente mediante una conferencia, se creyeron esas palabras. Y tampoco se tardó mucho en desmentirlas.
Durante la ceremonia, obispos y cardenales se ensañaron con tres enemigos muy definidos: el matrimonio homosexual, el divorcio y el aborto. Desde la posición privilegiada que siempre confiere un altar, el presidente de la Conferencia Episcopal, dibujó las líneas de lo que debiera ser la familia por excelencia: “el verdadero matrimonio es aquel formado por un hombre y una mujer”. Y todos asintieron entre aplausos y ovaciones. Rouco estaba en su salsa. “El futuro de Europa pasa por vosotras, ¡queridas familias cristianas!”. Se metió a todos los allí presentes en el bolsillo para clamar por una identidad religiosa que aboga por el derecho a la vida y por el matrimonio heterosexual. Pero la afirmación de esta identidad, como la de cualquier otra, supone la negación de su contraria. Se entiende de esta forma la inmediata reacción del colectivo de gays y lesbianas, que reivindicó “el valor de la diversidad familiar, reconocido y garantizado por el Estado español”.
Sacralizar el modelo como pretenden tan altas declaraciones de tan distinguidos representantes supone convertir en pecaminosa cualquier alternativa. Y ejemplos de sobra tenemos de cómo la conciencia del pecado, la mala conciencia (supongo que para diferenciarla de la otra, de la buena, de la que ellos intentan cultivarnos) siempre tiene como último objetivo la negación. Vivir afirmando unos valores es ineludiblemente vivir anulando los contrarios. Cuanto más fuerte sea la conciencia identitaria de un grupo, más se estará tratando de incrementar el agujero que la separa de su antónima. Por eso, aunque el buenazo de Rouco no quisiera ofender a nadie (que resultó que posteriormente lo hizo, y de forma explícita), al proclamar su modelo de familia perfecta, esto es, la familia cristiana, negó otras alternativas igualmente válidas. Eso no se hace, eso no se toca… eso, en definitiva, ni se piensa, porque así estaremos evitando cualquier tentación.
Y así es como funciona la empresa más rentable de toda la historia de la humanidad: la religión. La aceptación e interiorización de los valores sagrados por parte de sus súbditos es el proceso más importante de construcción identitaria. Reconocemos como normal aquello que ha sido normal siempre, y ha sido así porque así lo ha dictado el poder. Esta aceptación tiene consecuencias en todos nosotros, incluso en aquellos que presumen de invulnerables. ¿Por qué, si no, diferenciamos entre novietas y amigotes?
Desaparece de esta forma la necesidad de un control externo por parte del poder. No es necesario recurrir al castigo físico (como antes sí ocurría), porque ha triunfado lo que Pierre Bourdieu denominó violencia simbólica. Interiorizamos y asumimos como propios unos valores que van ligados a una determinada ideología y a una determinada identidad colectiva. Somos capaces de autocensurarnos y la vara deja de ser requisito sine qua non.
Por tanto, la actitud lúdico-dogmática de todas las familias que acudieron a tocar la guitarra bajo el sol invernal de Madrid podría haberse quedado en anecdótica siempre que hubiera cristalizado en eso, únicamente en tocar la guitarra y agitar las banderas ante el Papa, convertido en un verdadero icono mediático. El problema surge si se decide cambiar las guitarras por antorchas. La Santa Inquisición nunca estuvo tan presente.