11 de la noche del 31 de mayo. En la ermita empiezan a congregarse los primeros grupos de personas. Una hora más tarde, ya a día 1, una inmensa multitud aguarda impaciente.
A las 00.30 empiezan los primeros empujones. Tensión, nervios. Sudor. Calor. A la 1.30 empiezan los insultos, las amenazas. Más calor, más agobio. Más tensión y más nervios. Entrevistas, cámaras, lágrimas de emoción. Una mujer, con el pie recién operado, en medio de la multitud. La empujan. Sonríe.
2 de la madrugada. Gritos, cánticos. Empujones y amenazas. Primeros desmayos. Gente que busca abrirse un hueco entre la masa fanática. Muchos periodistas tratan en vano de entrevistar a algunos de los devotos. La tensión sigue aumentando.
2.32 del 1 de junio. El Simpecado hace acto de presencia, apereciendo por la puerta de la ermita. Lloros, gritos. Y muchos empujones. Los más pacientes son ahora los primeros en saltar. Da igual cómo. Pero saltan. Saltan la reja de la pequeña iglesia y corren a coger a la Virgen. Aplausos, chillidos. Empujones.
Toda la multitud, como si de un único cuerpo se tratase, se apresura hacia el centro de la ermita. Todo el mundo quiere ver y tocar a la Santa Madre de Dios. Un padre, con su bebé a brazos, se abre paso entre la gente. El niño llora. El padre sonríe.
La gente aplaude, y los agraciados que han podido tocar a la Virgen, salen de la marea humanda llorando de emoción. Las parejas se besan, y padres e hijos se abrazan. La gente parece rebosar felicidad.
Pero unos metros más adelante, siguen los empujones, los arañazos. La tensión. Las amenazas.
El busto sale de la capilla, alzado por los agraciados que han conseguido hacerse un hueco a su lado. Comienza la procesión de la Virgen del Rocío.
Con todos mis respetos… ¿nos hemos vuelto locos?