
Bendita sea mi madre, aquel buen día hará apenas un año, cuando me dio a probar el café en el cutre bar del polideportivo de Gandía. “Ten, pruébalo con azúcar, que seguro que te gusta”.
La primera sensación resultó ser un tanto extraña. Quemaba, y su sabor amargo no me acabó de gustar. Pero el segundo café que probé ya me convenció por completo, y desde entonces cada nuevo “cafetito” es un pequeño regalo para mi paladar. Sólo por su aroma merece la pena. Y qué decir de la espumita que se te queda pegada en los labios unos instantes antes de que los relamas con los ojos cerrados de placer.
Recuerdo la primera vez que probé un bombón. Fue en Bilbao, en la cafetería del museo Guggenheim (prometo escribir algún día sobre la ciudad, que me encantó). Y me encantó la ciudad, al igual que me encantó el café. El sabor suave del café, mezclado con la textura cremosa de la leche condensada. ¿Habrá algo mejor que llevarse a la boca después de una buena comida?
Pese a todo, he de confesar que el café solo no me gusta. Al menos de momento. Prefiero mancharlo con un poquito de leche, la verdad. De todas formas, y esto viene a cuento de algo que comentamos en la cena de anoche, al igual que hay catas de vino, no entiendo por qué no se hacen catas de café.
Me gusta el buen café después de comer, a media mañana o por la noche, en la sobremesa de una cena de equipo. Me gusta bebérmelo al instante, mientras todavía está caliente. Odio el café con hielo, aunque paradójicamente me gusta el granizado de café. Me gusta tener una pequeña cafetera en casa, para que en momentos como este… Me gusta…