Vivir en un hotel

De pequeño soñaba con vivir en un hotel.

En la última planta de un hotel encajado entre dos grandes avenidas, como una grieta luminosa en medio del ruido.

Soñaba con pasar horas asomado a un gran ventanal, viendo llover en la ciudad mientras semáforos, coches, peatones y autobuses interpretaban una coreografía caótica bajo mis pies.

Soñaba con soñar en una cama king size de sábanas perfumadas. Ducharme con vistas a la suite, pasear descalzo del baño al dormitorio, llamar al room service y cenar en albornoz. Visitar al barman cada noche y que me preguntara, Lo de siempre, señor. Quedarme dormido con la tele encendida.

Bajar a desayunar en pantuflas. Que nadie me pida el número de habitación a la entrada del restaurante porque ya todos lo sabían, ponerme morado de gofres en el bufé libre, pasarme horas leyendo en el sillón giratorio del vestíbulo, viendo entrar y salir maletas con ruedas, trajes con prisas, cámaras de fotos sin carrete, planos y guías turísticas, borrachos, puteros, repartidores de Glovo, bohemios solitarios, noches de pasión y amaneceres con extraños. Y yo, un personaje con contrato fijo en esa novela de actores secundarios que van y vienen, pero que nunca se quedan.

Compartir ascensor con un vecino nuevo cada día, mirar de reojo a ese extraño y tratar de adivinar a qué ha venido, qué hace aquí y cuántos días piensa quedarse. Bajar al spa, bañarme en un masaje de aceite y dormir una larga siesta con la tensión baja y la nostalgia llena.

Vivir en un hotel. Sentirme parte de él. Transitar como un sonámbulo por sus pasillos interminables, rozar con la mano el papel pintado de la pared, encender luces a mi paso, reconocer cada cuadro como si lo hubiera elegido yo mismo. Memorizar las salidas de emergencia marcadas del plano de evacuación. Tener un chip por cerradura y una tarjeta por llave. Colgarme el cartel de no molestar y beber whisky sin hielo del minibar en el vaso de plástico de mi cepillo de dientes. Quedarme dormido con la tele encendida.

De pequeño soñaba con vivir en un hotel. No tardé demasiado en darme cuenta de que se trataba de un sueño irrealizable, al menos para mí. Un privilegio al alcance de muy pocos, mientras que yo, con suerte, tendría que conformarme con trabajar en un hotel. Poner cada noche la misma voz impostada y saludar, Lo de siempre, señor. Pero yo quería ser el que respondiera Lo de siempre, pero hoy me sentaré al lado de la ventana, junto al piano.

Al final, no he sido ni uno ni otro. Ahora viajo por trabajo y visito hoteles con frecuencia. Me he convertido en una de esas maletas con ruedas que llegan, duermen y se van. Un extraño incapaz de reconocerse en ninguna cama, en ningún espejo de ascensor. Un viajero que tiene que consultar cada vez el cartel. De la 201 a la 210, por el pasillo de la derecha. Soy un apellido, un número de reserva, una tarjeta de crédito, un Ha consumido usted algo del minibar, un late check out, una consigna. Una calurosa bienvenida, Está usted en su casa, y una fría despedida, Hasta pronto, gracias por visitarnos.

De pequeño soñaba con vivir en un hotel. Ahora, mi único consuelo es dejar que el niño que alguna vez fui salte sobre el colchón al llegar a la habitación, mientras yo lo observo con nostalgia desde el armario, donde cuelgo mis anhelos.

Avatar de Desconocido

About pauborreda

Periodista y fotógrafo
Esta entrada fue publicada en Blog y etiquetada , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

¿Te ha gustado? ¡Comenta y comparte!