Barro. Fango. Barro en el barro. Agua, tierra y mierda. Mucha mierda. Mierda y sangre.
Un lamento sordo de quienes lo han perdido todo, incluso las ganas. Un grito, un clamor ensordecedor de los que buscan justicia, con angustia y desesperación, como se busca, todavía hoy, vida entre los escombros.
Barro y más barro. Barro donde antes hubo casa. Barro donde antes hubo la sobremesa de un domingo por la tarde. Barro donde ya no queda nada.
Un olor metálico, un sudor seco y una pena tan profunda, tan enquistada y tan negra que no se irá con agua.
Agua de noche. Agua que vuelve a arrasar con todo, vuelve con toda su fuerza y con ella vuelven las imágenes de aquel martes de octubre.
Y de día, barro. Otra vez barro. El barro con el que Dios, en el Génesis, moldeó al hombre a su imagen y semejanza, es el barro con el que hoy lo ahoga, el barro que lo sigue matando poco a poco. Con cada pozal de barro que se saca, con cada mueble enfangado que se tira, morimos un poquito más cada día.
Pero hay quienes se mueven en el barro como pez en el agua. En el barro proliferan las bacterias. Crecen los gusanos como crecen las mentiras. Han pasado tantos días, y tan pocos a la vez, que resulta difícil distinguir el barro de la vida. Contra quién luchamos y por qué es algo que ha dejado de importar mientras no podamos ver más que con este filtro marrón terroso.
Pero saldremos. Nos decimos que saldremos, y saldremos más fuertes. Y nos convencemos de una mentira tan necesaria como la que nos inyectamos hace años para poder tirar adelante. Y tiramos, y seguimos tirando, con los pies embarrados y la rabia intacta. Seguimos achicando agua, con el agua al cuello, empujando con fuerzas que ya ni siquiera son nuestras, hasta que no quede barro. Y hasta que el barro vuelva.
